miércoles, 4 de diciembre de 2013

Sueños Rotos

Hay noches en las que cuesta dormir, en las que es imposible conciliar el sueño, en las que por mucho que lo intentas no te sale de la cabeza esa obsesión que has tenido todo el día encima. Le das vueltas y más vueltas a ese lance, a esos escasos segundos en los que tuviste la ocasión de caer aquella maravillosa perdiz, que te salio tan “a huevo” y que por algún extraño capricho del destino fallaste.

Es difícil olvidar aquel momento, en el que yendo por el campo, acompañado sólo por la escopeta y el perro, notas que tu compañero de cuatro patas comienza a inquietarse, a pegar el hocico más de lo normal al suelo, a bullir impaciente de una a otra mata meneando el rabo como un poseso, detrás de las emanaciones que deja la esquiva perdiz. Hasta que por fin y tras haber recorrido varios metros, se para en seco delante de una escoba, indicando que la patirroja se ha cansado de caminar y que se esconde aplastada, entre la maleza, intentando darnos esquinazo. Despacio, muy despacio te colocas detrás del perro, quitas el seguro al arma apoyandola ligeramente sobre el hombro. Listo para disparar. A una mínima señal, el perro, se lanza como una centella sobre la mata, haciendo de esta forma que la perdiz salga volando a no más de tres metros de nuestra posición. Rápidamente encaras el arma, posas el punto rojo, que hace las veces de mira en la escopeta, sobre el pájaro, adelantas un poco el tiro y aprietas el gatillo. Mientras tanto, en tu cabeza, se hace presente la imagen de la pieza arrugada por el tiro, de ver como da vueltas y vueltas hasta caer al suelo. Pero eso no sucede. Tras el fogonazo, la perdiz, muy lejos de arrugarse, sigue volando. Un poco descongraciado, metes otra vez el pájaro en el visor, adelantas un poco más el tiro y vuelves a disparar. Diciendo para tus adentros “de este si que no te escapas”. Pero igual que con el anterior tiro, la veloz patirroja lo esquiva y continua su frenético vuelo perdiéndose en la lejanía.

Observas embobado como la perdiz desaparece de tu vista. El perro te mira como diciendo “yo he cumplido, el error ha sido tuyo”. Tras esto, miras la escopeta, la abres y sacas las vainas de los poco productivos cartuchos. Piensas para tus adentros como es posible haber podido fallar ese tiro. Buscas explicaciones de una u otra forma y manera “los cartuchos están mal, no abren bien el tiro, la escopeta no va bien, fijo que se ha ido pegada con algún perdigón...”. Intentas poner cualquier pretexto que justifique el fallo y que te exculpe a ti del error. Pero realmente la pifia es tuya, ni de la escopeta, ni de los cartuchos, ni de nada. Con el ansia del tiro, o bien no apuntaste realmente tan bien como tu creías (te quedaste embelesado con la pieza y no enrasaste bien), o no adelantaste lo suficiente el disparo, o por el contrario lo adelantaste demasiado. Fuese lo que fuese, fuiste tu, y en el fondo eso lo sabes. Lo único es, que tratas de convencerte de que no tienes la culpa de haber errado un disparo aparentemente tan sencillo.

Este tipo de lances son los que te quitan el sueño, los que no te dejan dormir a gusto. Los que repasas muchas veces mentalmente, buscando minuciosamente donde puede estar el fallo. Rememoras la película de lo acontecido en el cine de tu cabeza, apuntando y disparando una y mil veces a esa esquiva perdiz, que en todas las ocasiones se sale con la suya y consigue marcharse, llevándose como recuerdo, dos tiros en el bolsillo y alejándose velozmente hacia un horizonte borroso.

Poco a poco y con el pasar de los días vas dejando aparcado este recuerdo. Sustituyéndolo por algún que otro fallo más a sumar en la, por desgracia, abultada lista, o por el contrario, haciendo presente algún lance espectacular llevado a termino satisfactoriamente. Aún así, este corto momento, siempre vuelve a la memoria cuando pasas por aquella zona, cuando regresas a esa misma mata, cuando esperas que el perro vuelva a mostrarse nervioso y se pare en seco indicando la presencia de una perdiz, la cual te pueda dar la oportunidad de resarcirte de aquel inolvidable fallo.


Esto es lo realmente bonito de la caza, lo inexplicable y caprichoso que tiene este arte. El errar lances aparentemente sencillos y por otro lado acertar tiros prácticamente imposibles. Escasos segundos que se guardan en la retentiva para siempre y a los cuales se regresa una y otra vez, reviviéndolos para gozo o frustración del protagonista.


martes, 26 de noviembre de 2013

Marzo, Tiempo de Truchas

Por fin el invierno parece irse, con ello vienen las hojas en los árboles, las flores, el verdor del campo, el trinar masivo de los pájaros y todas esas cosas que nos hacen ver, que el campo, empieza a engalanarse con la opulencia de la primavera.

Son mediados de marzo y como todos los años, por estas fechas, llegan las truchas. Esas esquivas y asustadizas truchas de alta montaña. Astutas y correosas, que se esconden el en los recovecos y ranuras que dejan las abundantes piedras del río. Características por su pequeño tamaño, debido a la altitud de su hábitat, pero no por ello, menos bravas.

El río, más que río una garganta, tiene agua no muy abundante en su cauce. Llena de muchos y diversos charcos, de escueto tamaño y no excesiva profundidad, en los que viven los tan ansiados peces. El poco caudal de sus aguas, lo abrupto del terreno y la abundante vegetación de los alrededores, hacen muy complicado el deambular por su rivera. Aún así, toda dificultad es poca cuando desde pequeño has mamado la pesca de este tipo de truchas.

Es temprano, muy temprano. Por la ventana del comedor se puede ver que las luces tenues de las farolas todavía iluminan las calles. Revisión del rudimentario y simple equipo. Caña de unos cinco metros, ya mayor y llena de marcas y arañazos debido a las miles de batallas a sus espaldas; carrete simple y lo más ligero posible, asiduo compañero de la caña; sedal de un diámetro fino, para engañar lo mejor posible a las truchas; anzuelo del número seis y dos plomos de poco gramaje unidos al sedal en el bajo de línea. Como cebo, una lombriz de tierra, suculento bocado para cualquier tipo de pez de río. Solo falta calzarnos las botas de goma, imprescindibles para poder pasar las dificultades y trabas que la garganta nos propone. Listo para pescar.

Salgo de casa y lentamente comienza la subida de la pronunciada pendiente que me lleva a donde supongo que se encentran las mejores truchas. Tras un buen paseíto, la mañana empieza a despertar y las primeras luces del alba comienzan a aparecer. Es buena hora. Montados los cinco metros de caña y colocada la lombriz en el afilado anzuelo, me pongo manos a la obra.

Primer charco y primer lance. Una poza de unos dos metros de diámetro, con un fluir de agua bastante vivo y una profundidad que varía de medio a un metro. Poso el engaño sobre un lateral de la corriente, haciendo así, que el señuelo baje, a lo largo del charco, a la velocidad que marca el cauce. Esperando que alguna buena trucha esté apostada, acechando el primer bocado del día. Después de siete pasadas de sedal, ningún resultado. Será que hoy no tienen apetito.

Continúo pescando, lanzando en uno y otro charco de la sinuosa garganta, mientras me peleo con la maleza de sus márgenes. Pero, salvo algún que otro enganchón de los plomos o el anzuelo con las piedras o con alguna rama del fondo del río, nada. No hay noticias de las esquivas pintonas.

Ascendiendo por el riachuelo, mientras la mañana se vuelve más clara, llegando a una pequeña poza. Diminuta, de poco más de medio metro de diámetro, pero que parece tener una hondura considerable. Tras dudar un momento, coloco la lombriz en sus aguas. Al poco de caer el engaño, templo el sedal y comienzo a sentir pequeños tirocinios provenientes del final de la tanza, que hacen que se doble, débilmente, la puntera de la caña. Aflojo el hilo un poco y pasado un escaso segundo vuelvo a templar, notando una pequeña tensión. Rápido tirón del hilo mientras elevo la caña a la vez, haciendo así, que una pequeña trucha salga disparada del agua. El vuelo la hace caer en uno de los márgenes, donde la recojo y observo que no tiene más de unos doce centímetros de largo. Me apresuro a devolverla y el minúsculo pescado se escabulle veloz entre mis manos, buscando refugio debajo de una piedra.” Para el año que viene darás la talla”.

Continúo mi marcha por el río, tirando y lanzando allí donde creo que será buen lugar para que esté esperando mi engaño una trucha. Saco un par de ellas más, de pequeño tamaño, que regreso al agua tan rápido como me es posible. Asimismo, la maleza del fondo del río se queda con algún que otro anzuelo. No todo van a ser ganancias.

Impresionante charco se muestra ante mí. Largo y profundo. Tiene muy buena pinta. Pongo una lombriz nueva y la tiro al agua esperanzado. Este charco debe de tener varias y buenas truchas. Cuando el cebo está hacia la mitad de la poza, noto un gran tirón del hilo, que hace que la puntera de la larga caña se introduzca en el agua. Inmediatamente, cachetazo a la caña, arreón del hilo y con gran esfuerzo sale del agua una espectacular trucha de unos treinta centímetros. Corro apresurado hacia el lugar donde ha caído, entre unos helechos del margen izquierdo. Tras buscar en la abundante vegetación, encuentro el precioso pez. Es muy grande para lo que se suele pescar en este río.


Sigo montaña arriba, embelesado en los charcos y las truchas. Sin enterarme de que las horas pasan y pasan. El calor empieza a apretar y me doy cuenta de que ya es tarde, que es hora de dejarlo por hoy y regresar. La mañana no se ha dado mal, varias picadas y alguna que otra trucha. Recojo los bártulos y salgo del río. Todavía me queda un buen paseo hasta llegar a casa. Pero esta vez será cuesta abajo.


lunes, 11 de noviembre de 2013

El Batamanto

Duras se hacen las noches cuando uno está solo en el campo, cuando todo se escucha y nada se ve. Largos se vuelven los minutos y las horas en los que nada más te acompañan las estrellas, cuando el monte calla y no se atisba presencia de otra cosa que no sea oscuridad y silencio. Estar callado, parado, quieto, en un puesto, pasando frío, esperando que los esquivos animales olviden un poco su natural desconfianza, que el hambre se apodere de ellos y entren a la plaza donde les esperamos con el rifle.

Hoy el día será distinto, hoy no estaré solo en el monte. Al puesto, conmigo, viene un compañero. Alguien con el que compartir las penurias del tiempo y el acoso de los insaciables mosquitos. Dos ojos y oídos más, que serán de gran ayuda en lo negro del ocaso.

Tras recorrer numerosas pistas, trochas y caminos por sorprendentes parajes, llegamos al lugar elegido. Una bonita siembra de cereal, de altura ya más que considerable, rodeada por montañas y cobijada dentro de una gran espesura vegetal. La monotonía de lo sembrado se rompe con la aparición de un montículo de piedras en el medio de este mar de espigas. Coronando esta atalaya pedregosa se encuentra un imponente pino, que esta noche hará las veces de cobijo, guarida y escondite, ya que debajo de sus ramas, se nos ofrece una vista inmejorable de donde se prevé entraran los jabalíes.

Parece que la noche será fría, por lo que toca ponerse más de una capa de ropa por encima. Mi hoy compañero porta un extraño enser de abrigo, lo denomina “batamanta” y acorde con el campo tiene un bonito estampado de camuflaje. Como su nombre indica, es una manta con mangas, diseñado para soportar bajas temperaturas. Esperemos que le sea de gran utilidad.

Nos colocamos debajo del pino, sentados y usando de respaldo su majestuoso tronco, con una disposición un tanto inusual. Con nuestras espaldas y el árbol como eje, formamos un angulo de noventa grados, de tal forma que uno tiene visión directa al comedero, mientras que el otro otea la espesura de la siembra. Así consideramos que sera muy difícil que algo se pueda escapar a nuestros sentidos.

Pasan las horas y por el momento no hay señales de que ningún esquivo guarro quiera hacer acto de presencia. Todo es silencio, todo es armonía. De vez en cuando, esta paz, es rota por el canto de un pequeño grillo o el revoloteo de un murciélago, que esta haciendo el agosto con los innumerables mosquitos.

En medio de este océano de calma, el tan preciado silencio desaparece. Se escucha un ruido, un pequeño bufido, apenas imperceptible. Conforme pasan los minutos se va haciendo más y más fuerte. El corazón parece querer salirse del pecho. El sonido se mantiene y poco a poco intento fijar la procedencia de este. Tras buscar durante un buen rato con los oídos en la espesura del campo, me doy cuenta de que el ruido proviene de un lugar mucho mas cercano de lo que creo. Mi amigo, envuelto en su “batamamta”, ha caído presa de los encantos de Morfeo y duerme plácidamente, apoyado sobre una olorosa planta de romero, profiriendo algún que otro ronquido. Me río para mis adentros y con un pequeño toque en el brazo le despierto. Se mueve un poco sobresaltado, intentando ubicar donde se encuentra. Hemos venido a cazar, no ha dormir.

La oscuridad sigue haciéndose más espesa y ahora si, parece distinguirse a lo lejos y de frente a donde se encuentra mi compañero, como se aproxima hacia nosotros algo. Partir de monte y crujir de ramas en un primer momento, que poco a poco se transforma en un continuo susurro de apartar las vátigas del cereal.

Despacio, muy despacio se aproxima, hasta tenerlo a tan solo unos pocos pasos. La oscuridad es espesa y prácticamente no se ve nada, sólo se distinguen alguna que otra sombra indescifrable. Llega hasta los pies de la pedregosa elevación sobre la que nos encontramos, se para y el silencio se hace total en unos segundos que parecen hacerse eternos. Tras estos, se escucha un tropel en torno a la peana del montículo. Al momento, en un pequeño claro que dejan las espigas de trigo, a unos seis metros de distancia, aparece caminando lentamente un bonito cochino. Se para y levanta lentamente la cabeza, como sabiendo que algo no va bien, que algo no le cuadra y que en el monte hay algo distinto a lo que suele haber. Lentamente apoyo el rifle en el hombro, meto un ojo en el visor y localizo la magnifica cabeza del guarro. Pongo la cruz entre la oreja y la paleta del animal y lentamente aprieto el gatillo. El tiro me sorprende y acto seguido el jabalí cae a plomo en el suelo. Todo vuelve a ser silencio, ya no hay más correrías, ni partir de monte, ni cantos de grillos.

Dejamos el pino, la siembra, el monte y desandamos lo andado con el coche. Sinuosos y tortuosos caminos que nos llevaran de vuelta a casa. Todo el viaje rememoramos el lance, comentamos impresiones y sensaciones vividas. Puede que la “batamanta” sea una especie de amuleto. Esta vez el coche pesa un poco más.






miércoles, 16 de octubre de 2013

Carpas de Primavera

Es abril bien entrado, los días se hacen mucho más largos y el sol empieza a picar cada vez con más fuerza. Toda la tarde caminando detrás de los esquivos black-bass sin conseguir ningún resultado. Será que todavía no a calentado lo suficiente o que la población de estos ha disminuido enormemente en este pantano.

Ante mi se presenta una inmensa cola, de poca profundidad. Un recoveco dónde, del agua, emergen grupos de espadañas y juncos de no mas de un metro de altura. Concentradas en torno a estos conglomerados vegetales y en un reducido espacio, se aprecian cientos de carpas que saltan, giran y corretean salpicando y haciendo parecer que el agua cobra vida.

Decido probar con vinilos, pikies, poper, paseantes, peces artificiales de una y mil formas y tamaños, cucharillas (con una plateada de hoja de oliva logro pillar un barbo de aproximadamente medio kilo) y todo lo que se me viene a la mente que creo pueda ser apetitoso para los pescados, pero ninguno se deja engañar.

A no muchos metros de distancia se encuentra otro pescador, acompañado por el que parece ser su hijo (un niño de unos ocho o nueve años, que inquieto observa todo lo que acontece a su alrededor). Estos tratan, por todos los medios, de hacerse con algún que otro ejemplar, obteniendo un resultado parecido al mio.

Tras varios lances con un pez artificial de unos diez centímetros de largo, mi ahora nuevo compañero, consigue enganchar una carpa por el lomo. Un bonito y dorado ejemplar que saca del agua no sin pocas dificultades. Lo desanzuela y se lo entrega al niño, que alegremente guarda la tan preciada presa en un rejón. Parece ser la primera captura del día.

Me acerco a ellos para ver la pieza y para comentar como y con que se ha desarrollado el lance. Entre chascarrillos de pesca y alguna que otra broma, el lugareño, me dice que él consume dicho pescado y que es un plato muy típico de la zona. Le indico que si quiere, con gusto, le podría ayudar a llenar su cesta, a lo cual accede encantado.

Rebusco entre mis innumerables trastos de pesca, intentando localizar una potera de robo. Un anzuelo de tres ganchos, de un tamaño más que considerable, con el que pretendo capturar alguna que otra buena pieza.

(El robo, es un arte de pesca mediante el cual el pez no pica, sino que es el pescador el encargado de capturar directamente su presa. Requiere tener mucha puntería en el lanzado y recogida del sedal, así como habilidad a la hora de clavar el pescado en el anzuelo. Es un método efectivo de pesca cuando los peces no comen y cuando se pretende llevar las capturas para casa con fines culinarios.)

Dicho y hecho. Ato el triple gancho al final de la linea y me pongo manos a la obra. A unos seis metros de distancia, localizo unas nueve o diez carpas de un peso aproximado de un kilogramo y lanzo mi aparejo. La potera cae unos dos metros mas allá del lugar en el que se encuentran los esquivos pescados. Poco a poco recojo en sedal, acercando el apero a los peces y cuando se encuentra a unos pocos centímetros de estos, doy un fuerte tirón y noto como la caña se tuerce bruscamente y el freno del carrete empieza a cantar una sinfonía celestial para mis oídos. Aprieto el freno y a pelear como un poseso con el poderoso ciprínido. Tras escasos tres minutos de pelea consigo acercarlo a la orilla. Lo saco del agua y le quito el tosco anzuelo que esta aferrado a su lomo. Llamo al niño, que esta ensimismado con el lance. Este se acerca a mi con desconfianza, como un perrillo asustado y tras coger la carpa se aleja corriendo con el pez en sus manos como si le hubiese entregado el tesoro mas preciado. Se lo enseña orgulloso a su padre y rápidamente lo mete en la red.

Poco a poco va pasando la tarde y una tras otra se van repitiendo las capturas, la cesta cada vez pesa más y el agua cada vez hierve menos. Los brazos comienzan a doler ante el continuo tirar de las fuertes carpas. Están siendo muchas las capturas.

El sol empieza a esconderse y se va cerrando el telón de lo que ha sido una bonita tarde de pesca de carpas a robo. He disfrutado pescando como hacía tiempo que no lo hacía. Orgulloso de mi mismo por las capturas realizadas y poniendo de manifiesto que la suerte en este tipo de pesca es más bien secundaria y que es necesario tener cierta habilidad para lograr pillar a los peces con un simple anzuelo de tres ganchos.

Camino al coche me fijo en el niño, el pequeño lleva una sonrisa enorme en la cara, corretea en torno nuestra y rememora algún que otro lance acontecido a lo largo de la jornada. Seguro que esta no es la última vez que pesca carpas.




“Con mucho cariño para Diego. En el fondo yo se que tu este tipo de pesca la entiendes.”


jueves, 20 de junio de 2013

Lances Fallidos

En lo alto de una pared, ese es el puesto que me ha tocado o que, mejor dicho, hice que me tocase. Resulta que el gancho se ha organizado un poco “a lo mecagüen” y cada uno se pone donde mejor le conviene. Por lo que, este es el lugar en el que esperaré a que algún buen cochino quiera hacer acto de presencia y alegrarme el día.

La verdad es que no está mal el sitio. Debajo de la muralla de piedras sobre la que me encuentro, hay una extensión de jaras y carrascas muy tupidas, que bajan de izquierda a derecha como un río de maleza. Esta extensión de broza da paso, a unos cincuenta metros de distancia, a un olivar, labrado y muy limpio, ideal para poder tirar a cualquier res que ose cruzar por allí.

Una horita larga esperando y todavía nada. Se escucha algún que otro tiro a lo lejos y alguna que otra ladra y latir de perros también muy distantes. Parece que la mañana va a tener mala pinta. Por lo menos se está a gusto, el sol entra por la espalda y no corre ni brizna de viento, cosa que se agradece enormemente.

Tras otro buen rato de impaciente vigilia, por la derecha y a lo lejos, en el interior del jaral que se encuentra a mis pies, se escucha el partir de ramas y romper de monte que indican que algo se acerca hacia mí. El corazón se dispara queriéndose salir del pecho. Con la vista busco constantemente cualquier muestra que señale la presencia del jabalí. En un abrir y cerrar de ojos, el animal esta justo a mis pies, a unos cinco metros de distancia. No logro verlo debido a lo espeso de la vegetación. Encaro el rifle y escudriño minuciosamente con el visor la zona donde aparentemente debe de estar el bicho. Pero solo veo un acumulo de formas dispersas de color verde pardusco. Finalmente, se muestra en un pequeño claro. Disparo casi más por instinto que apuntándolo, pero el animal muy lejos de caer fulminado, aprieta el paso y desaparece saltando una pared a tal velocidad que me hace imposible realizar ningún otro tiro. A lo lejos, observo como va creando una vereda por medio de la maleza, huyendo de la zona de caza.

Me lamento, maldigo y miro al rifle y al visor intentando saber cómo he podido fallar ese tiro. No hay otra explicación que el ansia me pudo y en lugar de tener sangre fría y dejar cumplir a la caza, le tire muy precipitado. De los fallos se aprende.

Sigo en lo alto de la pared, oyendo tiros de los demás compañeros de cacería, escuchando como los perros se pelean con todo lo que esté dispuesto a salir de su escondite en lo más profundo del monte y dándole vueltas y más vueltas a cómo es posible haber fallado ese cochino, a tan solo unos seis metros de distancia.

Es casi la hora de marcharnos, caracolas y trompas llaman a los canes de vuelta a los furgones y remolques. Por hoy es suficiente, hay que dejar en paz ya a la caza. De repente, a lo lejos, a unos ciento y muchos metros veo como un ciervo muy aparente, deambula por la loma del monte de enfrente, ya más tranquilo por la ausencia de los incansables perros. Baja caminando por un pequeño sendero, sin percatarse de que yo, desde la lejanía, lo vigilo.

Sin quitarle el ojo de encima subo los aumentos del visor para tratar de hacer el tiro lo más certero posible y muy lentamente encaro el rifle. Pongo la cruz del visor en lo que debe ser su paleta derecha y lentamente aprieto el gatillo, haciendo salir el tiro. Suena el estruendo y el animal se para y mira en redondo buscando la procedencia de tal sonido. No le he dado. Le pego cerrojazo al rifle, haciendo salir la vaina de la bala disparada y metiendo otra en la recamara, lista para ser usada. Repito la operación, pongo la cruz en el lugar que debería ser de muerte y suelto un segundo trueno. El bonito venado da un gran salto, tira una patada al aire y sale disparado ladera abajo, buscando cobijo en la espesura.

Espero en mi atalaya unos quince minutos más, tras los cuales decido ir a ver si logro localizar el paradero del ciervo. Salto la pared, atravieso las jaras y el olivar y subo unos metros por la ladera de la  montaña, hasta llegar al lugar donde se produjo el lance. Rápidamente me doy cuenta de que está pegado. Astillas de hueso y tasajos de carne encuentro en el sitio del tiro. Sigo poco a poco el rastro de sangre, que me dirige hacia lo más espeso del monte. Después de recorrer unos doscientos metros llego a un punto muerto. La sangre desaparece y no hay rastro de nada que no sea monte y maleza. Doy un par de vueltas por la zona, en busca de cualquier indicio de algo, pero no hay nada. Hoy no es mi día.


Descargo el rifle y lo enfundo, cojo la mochila y pongo rumbo al coche. Todo el camino voy dándole vueltas y más vueltas a los dos lances vividos. Estoy seguro de que esta noche también me quitarán algo de sueño.



miércoles, 12 de junio de 2013

Carná de Viejas

Miércoles de mediados de junio por la tarde, después de comer. Vistazo rápido a internet y vemos que la marea está baja. Perfecta para hacer lo que queremos. Ponte el bañador, pilla las chancletas, busca en un cajón de la cocina un bote de cristal con cierre hermético y sal zumbando con el coche hacia el mar, que nos esperan los cangrejos.

Cangrejos de poco tamaño, cuyo hábitat está entre las rocas de la costa, que con la bajada de la marea, ponen al descubierto su hogar. Pequeños amigos, de unos dos centímetros cuadrados de concha, que servirían de cebo en nuestras futuras salidas a la pesca de la vieja. Diminutos crustáceos, más conocidos por los lugareños como “carná de viejas”.

Llegamos al lugar previsto, una zona de poca profundidad y plagada de pequeñas rocas, ideal para que los cangrejos se escondan y correteen entre los pedruscos. Antes de tocar ni siquiera el agua, notamos que el sol aprieta y que hubiese sido conveniente ponernos una gorra. Manos a la obra, que antes de dos horas el agua empezará a subir y se hará más difícil, si cabe, nuestra tarea.

Nos dividimos en parejas, dos y dos. Para hacerlo un poco más divertido, nos jugamos unas cervecitas, a ver quién captura más. Como buscadores de tesoros, empezamos a levantar piedras y a mover pequeños ruscos, en busca de nuestros tan codiciados cangrejitos. Entablamos batalla con sus pequeñas pero fuertes pinzas, que algún que otro buen mordisco nos pegan. Pero, poco a poco, empiezan a caer en lo que para ellos son jaulas de cristal.

Empleamos diferentes estrategias. Por un lado, trabajamos en equipo, localizando primero la víctima entre los dos, luego uno lo inmoviliza con unas pinzas metálicas, mientras el otro por detrás, hace la captura. Por otro lado, cada uno va por donde cree conveniente, levantando piedras e ingeniándoselas, como puede, para tratar de acabar con el crustáceo dentro del bote. Las dos formas son válidas, las dos efectivas. Aun así, ninguno se libra de alguna dentellada de sus potentes tenazas.

Entre gritos, risas y alguna que otra caída debido a lo resbaladizo de las piedras, en un abrir y cerrar de ojos, pasa en torno a una hora. Ya llevamos casi un bote entre todos. No pinta nada mal la cosa. La marea empieza a subir, guareciendo a los cangrejos bajo una gruesa capa de agua. Hora de abandonar y dejarlo por este día. Habrá otras jornadas y otras bajamares que nos permitirán seguir luchando con ellos y con las piedras que los cobijan. Por hoy el cupo está ya completo.

Salimos de entre las rocas y nos dirigimos hacia los coches, debatiendo, por el camino, cual de las dos parejas ha cogido más. Al final no se llega a ningún acuerdo y se determina un empate. Cada uno se pagará su cerveza. Subimos al coche y rumbo a casa. Todavía no hemos acabado, queda por hacer la mitad del trabajo, prepararlos para que se conserven.

Ya en el domicilio, ponemos rumbo a la cocina, cogemos la olla grande, la llenamos de agua con un poco de sal y vinagre, y al fuego, hasta hervir. El burbujeo nos  indica que el brebaje está listo. Cangrejos al agua, que toca baño calentito. Al instante toman un fuerte color rojizo y tras dos minutos de reloj, se echan en una escurridera donde se enfrían pasándolos por  agua del grifo. Todos quedan rígidos, con las patas intactas, perfectos para tratar de engañar a cualquier pez. Se envasan en pequeños recipientes de cristal, echando un pequeño puñado de sal en cada tarro. Con unas treinta unidades por bote, se depositan en el congelador hasta su posterior uso como cebo.

A pesar del dolor en los dedos, debido a cortes y magulladuras infligidos por las pinzas de los pequeños cangrejos y las afiladas aristas de las rocas, disfrutamos de nuestras cervezas, bien merecidas. Mientras, comentamos entre bromas y risas los avatares y sucesos acaecidos durante esta pesca tan especial entre los roquedos. Finalmente se debate el qué, cómo y cuándo se hará con la captura del día. Soñando coger con ellos aquella vieja enorme que todos deseamos.


Apuramos el último amargo trago de cerveza, ya pocho por el calor. Tarde productiva, unos doscientos cangrejos en poco más de hora y media no están nada mal. Esperemos que este trabajo de sus frutos en futuras jornadas de pesca. Si no, de momento, el buen rato pasado con los amigos y el buen ambiente creado, no nos lo quita nadie. Pesca, risas y cervecitas en buena compañía, que todas las tardes sean así.



lunes, 3 de junio de 2013

Cepos y Zorzales

Años sesenta, en un pueblo perdido de la mano de Dios. La necesidad aprieta ante la falta de condumio con que llenar la barriga. Todo es poco para comer y ya desde bien niños hay que aportar a la casa lo que sea. Son años difíciles.

Trampear, rapiñar y coger todo lo que la naturaleza pueda ofrecernos es una buena forma de aportar algo de sustento para la familia. Recorrer los montes y las dehesas de la zona, árbol tras árbol, en busca de algún que otro nido; salir a la caza de un buen lagarto; pescar, por lo civil o por lo criminal,  ranas o dejar puestos los cepos, a ver si con suerte algún que otro zorzal se deja coger, eran las artes más empleadas en la zona.
Los cepos eran trampas heredadas o que pasaban de mano a mano tras el burdo hecho del hurto. Constaban dos aros metálicos, uno fijo y otro móvil,  unidos entre sí a través de un muelle. En el centro de dicho muelle, se encontraba una pequeña alambre donde se ponía el cebo y finalmente había un pasador que se unía a la alambre del cebo, fijando la trampa ya montada.

La forma de armarlos era muy sencilla: se colocaba un jugosa aceituna en la pequeña alambre del cebo. Se tiraba del aro móvil separándolo del fijo, logrando abrir así un círculo entre los dos aros metálicos. Debido al muelle que había entre ellos, se lograba crear una gran tensión. Posteriormente se pasaba el pasador por encima del aro móvil y se fijaba en la alambre del cebo. Dejando de esta manera preparada la trampa. Solo hacía falta que el incauto pájaro moviese el cebo al picarlo, así, se soltaría el pasador y los dos aros se juntarían velozmente, pillando entre estos a la presa deseada.

El invierno era la mejor época para usarlos. Para tratar de atrapar alguna buena percha de zorzales. Las oliveras cercanas, rodeadas por enormes zarzas, eran zonas perfectas para colocar estas trampas. Debajo de los espinosos arbustos, se enterraban, dejando sólo visible la deliciosa aceituna, a la que se le hacía una pequeña muesca en lo alto para que resultase todavía, si cabe, más tentadora. Un plato irresistible para los pobres pajarillos.

Once años a las espaldas y por las mañanas a primera hora, antes de ir a la escuela, era menester recorrer el olivar de enfrente de los edificios que acogían las clases, plantando las minas que  por la noche debían de llevar la cena a la casa.

Con las manos llenas de tierra y como siempre, llegando muy apurado, entraba en la poco acogedora aula. Una clase de unos veinticinco alumnos, caracterizada por tener como única decoración un mapa gigantesco de la geografía española. Una vez allí, todo era lo de siempre, repetir la cantinela de ríos, montañas, cabos, golfos, capitales, tablas de multiplicar y demás materias.

Sentado en la vieja mesa, al lado de su compañero y compinche de toda la vida, comentaba donde y como están puestas los cepos, haciendo caso omiso de la lección que repite incansable el anciano profesor. Vigilando como águilas cualquier movimiento extraño que pudiese haber entre los olivos.

Tras la primera hora de clase, gracias al efecto calorífico del pequeño brasero de picón y al acumulo de monóxido de carbono, el sueño se hacía evidente y algún que otro cabezazo se escapa sobre el pupitre. Aun así, siempre había un ojo puesto en las trampas, los árboles y los pájaros.

Revuelo en las olivas, los zorzales salen disparados. Buena señal. Hay que salir corriendo a recoger la posible presa y volver a colocar el cepo. “Don Emilio, me disculpe usted, puedo ir a aliviarme”. El consumido profesor, sin levantar la vista del ajado libro, hace una señal con la mano. Sin perder un segundo sale por la puerta como una exhalación, rodea el otro edificio que forma la escuela, salta la pared de piedra de la finca y llega al improvisado coto de caza. Con un vistazo rápido recorre todos y cada uno de los lugares en los que ha colocado los cepos. Rápidamente se da cuenta de que hay dos que están saltados con sus respectivas victimas bien enganchadas por el pescuezo. En un abrir y cerrar de ojos los quita y vuelve a dejar listas las trampas. Esconde las piezas en un hueco de la pared  y regresa volando a escuchar la eterna lección.


Toda la mañana de ir y venir, de salir de clase por una y otra escusa y regresar  corriendo. La lección está siendo poco productiva. Pero los ríos y las matemáticas no llenan el estómago y esta noche por lo menos algo habrá algo con que llenar el buche.


martes, 28 de mayo de 2013

Viejas


Tras un par de meses en la isla y estando rodeado de agua, uno empezaba ya a echar de menos el tener una caña entre las manos y el poder sentir el tirar de un pez al otro extremo del hilo. Por lo que, esa tarde, después de hacer varias llamadas y juntarnos unos cuantos, nos propusimos ir a intentar sacar unas viejas. Pez muy típico de la zona, de hábitat rocoso y muy cotizado por los pescadores locales. Característico por su color rojo pardusco y de tamaños oscilantes entre medio y cuatro kilogramos.

Los cebos que emplearíamos para tratar de pescarlas, eran unos cangrejos cogidos hacía unas semanas, que tras cocerlos con un poco de vinagre y sal y posteriormente congelarlos, estaban listos para ser enganchados en el anzuelo.

Con el maletero lleno de cañas, carretes, cebo y demás enseres, nos dirigimos hacia la zona elegida. Un lugar repleto de roquedos y acantilados, de profundidad más que aceptable, próximos a unas salinas. Sitio que creíamos ideal para poder encontrar a nuestros tan deseados pescados.
Unos veinte minutos de coche, disfrutando de las maravillosas vistas que nos ofrecía la isla y llegamos a nuestro destino. Rápidamente nos dispersamos, buscando los que consideramos, que debían ser, los mejores emplazamientos de pesca. Bastante separados entre nosotros, no por gusto, sino por el capricho de lo abrupto del terreno.
Después de acomodarnos, o por lo menos intentarlo, empezamos a preparar los aparejos. Montaje sencillo de un equipo simple. Caña fuerte, carrete grande, hilo grueso, boya de tamaño considerable y color chillón, plomo acorde con el corcho flotante, anzuelo de un tamaño mediano y cangrejo enganchado a éste. Con este rudimentario, pero eficiente equipo y tras dejar un espacio de unos dos metros en te anzuelo y veleta, estábamos listos para probar el agua.

Lanzamos y a esperar. La marea estaba subiendo y se podía apreciar como las olas, incansables, trataban de hundir el trozo de corcho, que navegaba a la deriva. Éste se zarandea y retuerce por el acoso continuo del agua salada, pero una y otra vez emerge y se nos muestra altivo y orgulloso, preparado para avisarnos ante cualquier picada.
Viendo las idas y venidas de la boya, se pasa el tiempo. La cosa no va mal, en poco más de una hora se han pillado un par de viejas parejas (así se define, por la zona, a las que pesan en torno a un kilogramo) y un sargo de medio kilo, muy aparente.
Se sigue pescando, sacando de vez en cuando el aparejo del agua, para renovar el cebo, muy castigado por el ir y venir que impone el mar. Muy pendientes de si el corcho rojo desaparece bajo el agua, indicando que, en las profundidades, algo tira del hilo.

Estando embelesado con el baile de la boya, en un acantilado de unos cinco metros de altura, nuestra flotante amiga, desaparece velozmente, entre la espuma de una ola. Firme cachete de la caña, notando al instante, una gran resistencia al otro lado del sedal. Parece demasiado grande para ser una vieja. Comienza a sacar la gruesa tanza, dirigiéndose hacia el fondo. Haciendo cantar al carrete como una carraca, lo que es música celestial para los oídos. Apretado un poco el freno, toca pelear. Muy despacio se recoge el poco hilo que el pescado cede. Buscando con la vista, en todo momento, que aparezca la veleta, indicando así que pocos metros después, estará el pescado. Diez minutos de lucha y tras un buen esfuerzo, aparece el corcho y acto seguido, sobre la superficie del agua, asoma el lomo de nuestro tan deseado pez. Una vieja imponente, de esas de las que los lugareños siempre presumen haber pescado, pero que tú nunca vistes.

Tocas a arrebato y al momento se personan todos tus compañeros. Se necesita ayuda para sacar ese bicharraco del mar, teniendo en cuenta la distancia bastante considerable con el agua y que, precisamente, no es una vulgar sardinilla.
Tras alguna discusión impaciente y veloz, se decide tratar de izar el pescado tirando directamente del hilo. Creyendo que la caña no va a aguantar semejante peso. Dicho y hecho. Echado en los peñascos y extendiendo los brazos todo lo posible, para evitar que el sedal roce con las rocas, se empieza el proceso de elevación. Poco a poco, el pez comienza a distanciarse del agua. A pesar de su evidente cansancio tras la lucha, sigue sacando fuerzas para, de vez en cuando, retorcerse y sacudirse, intentando liberarse del anzuelo. Lo que hace, si cabe, todavía más difícil su captura.
Las voces y algarabía se hacen evidentes cuando, por fin, tras innumerables esfuerzos logramos tener a la vieja en nuestras manos. Un maravilloso ejemplar de unos dos kilos de peso. De un color grisáceo brillante. Bonita pieza que esta noche hará las delicias culinarias de todos.

La jornada llega a su fin y el sol va siendo engullido por el mar, dando paso a la oscuridad y a las estrellas. Es momento de recoger los bártulos y volver a casa. El día no ha sido nada malo, hemos disfrutado como hacía tiempo no disfrutábamos. Con tardes así, no se añora tanto el hogar.


jueves, 23 de mayo de 2013

Raposo


Madre mía, pero como puede hacer tanto frío. Estamos a mediados de enero y esto más que el sur de Salamanca parece Siberia. Te levantas con las legañas todavía en los ojos y buscas corriendo la ropa térmica, esa que, en lo que va de invierno, ha sido muy asidua a salir contigo los días de caza. Hoy toca gancho de cochinos. A ver como se da el día.
Bajas a la cochera y acabas de preparar el equipo. Cambias los choques de la escopeta, llenas el chaleco de balas y cartuchos del doble cero y miras que en la mochila esté el cuchillo y demás enseres. Lo metes todo en el coche, un poco arrebujado. Hace demasiado biruji como para preocuparte de colocar todo minuciosamente.

Para variar, llegas tarde y parece que todo el mundo te espera. “Disculpen la tardanza señores, pero la carretera esta helada y el asunto no está como para correr mucho”. Se sortean los puestos y me toca el número cuatro de la umbría. Un sitio ideal para pelar frío como nadie, un sitio, en el que parece que lleva sin entrar el sol en torno a un par de meses. Muy bien.

Tras una larga caminata sorteando escobas, zarzas, brezos y algún que otro pedrusco lleno de escarcha, llegas al puesto y la cosa no mejora. Te colocan en un rusco inmenso, desde el que se controla un gran escobar, por el que supuestamente saldrán los bichos. Todo parece nevado de la helada que hay y según comenta un compañero, estamos a unos siete bajo cero. En ese momento piensas,”todavía me quedan unas cuatro horas aquí...”.

El frío entra hasta los huesos, a pesar de ir con más capas que una cebolla y llevar guantes, gorro y braga puestos. Te mueves a lo largo de la piedra sobre la que estás, a ver si consigues entrar un poco en calor. Olvidándote por completo de vigilar el trozo de broza por el que deberían de pasar los jabalíes.

Tras dos horas encima del inmenso rusco ya no sabes que hacer, caminas, bailas, mueves los dedos de los pies, te agachas… pero no hay forma de calentar un poco el cuerpo. De repente, ves rancear algo por debajo de ti, por el lado derecho, entre la maleza. Te apresuras a asomarte y ves que un imponente zorro se cuela en los matojos que hay por debajo del peñón. Cruzas apresurado pero en silencio, la piedra de derecha a izquierda, esperando ver salir por el otro lado al astuto raposo. Pasan varios segundos hasta que, muy despacio y cauteloso, hace acto de presencia por la pequeña vereda, por la que le esperábamos.

Te das cuenta de que en el primer tiro tienes puesta una bala y que en el segundo hay metido un cartucho de doble cero. Lenta y silenciosamente ejerces un poco de presión con el pulgar sobre el selector de tiro y cambias las tornas. El primero en salir será el cartucho y posteriormente, si hace falta, la bala. Encaras la escopeta y muy despacio sigues con el punto rojo, que hace las veces de visor, el lento caminar del raposo, hasta que consigues ponerlo encima del animal. Lentamente aprietas el gatillo y de inmediato sale el trueno, dejando al zorro petrificado. Por un momento piensas que no le has dado y que el raposo está alerta, buscando de donde ha venido el tiro y te planteas soltarle el segundo. Cuando vas a volver a apretar el gatillo, el peludo zorro se desploma de lado. Tirascazo a unos treinta metros de distancia. Para ser con la escopeta no está nada mal.

Pasan otras dos horas, en las que ya, bien porque ha entrado un poco la mañana o bien por el lance vivido, no tienes tanto frío. Al poco, avisan por walkie que ha finalizado el gancho y que se recojan los puestos. Salgo apresurado y voy donde se encuentra mi víctima. Bajo con tanta ansia y precipitación, que el hielo de una piedra me hace resbalar y caigo como un muñeco de trapo entre las escobas. Me levanto maldiciendo y continúo mi marcha con más precaución, hacia donde me espera el zorro muerto.

Después de algún que otro tropezón y resbalón más, por fin, llego. Es un macho enorme, precioso, con un pelo tupido, muy suave, de un color marrón amarillo brillante. Con una cola grande y hermosa, en cuya punta destaca un gran mechón de pelo blanco.  

Sale por fin el sol, cosa que se agradece enormemente y con un café muy caliente rememoras con otros cazadores el lance vivido. Por lo visto, he sido el único que he tirado. Después de todo, no ha sido tan mal día de frío.



viernes, 17 de mayo de 2013

Día de Viento y Aire



Discutimos telefónicamente donde encontrarnos al día siguiente. A las seis y media de la mañana, en el espigón. Un espigón al que solíamos ir con mucha asiduidad, famoso por ser una zona muy pesquera. Pero que a nosotros, por el momento, no nos había dado resultados muy halagüeños. Una par de peces lagarto, algún que otro espetón, un abade y un pargo de casi un kilo, era todo nuestro bagaje en este, supuestamente, idílico lugar de pesca.

El espigón era un enorme saliente de tierra, de más o menos un kilómetro de largo, que se adentraba imponente en las profundidades del océano. Estaba en la capital, a pocos minutos caminando de las casas. Por ello, era fácil encontrar, a diario, gran afluencia de pescadores, que trataban de aglutinarse, lo más posible, en las zonas más distales de esta lengua de tierra en el agua, con la idea de pescar algo más y mejor. Este rompeolas protegía a un diminuto puerto en el que se alojaban unos treinta o cuarenta pequeños barcos, que diariamente salían a faenar en la espesura del mar.

Con la luna todavía visible y con alguna que otra estrella en el cielo, llegamos al sitio fijado. Aparcamos sin dificultad, debido a la tempranera hora. Pillamos los trastos  y empezamos a caminar hacia la punta del espigón. En lo que llegábamos, desapareció la oscuridad y empezó a clarearse un poco la mañana. Ese día no había nadie, salvo las gaviotas y multitud de pájaros marinos que deambulaban por esa zona en busca de algo que echarse al pico. Esto podía ser debido a que, ese día, hacía mucho viento del sur. a nosotros nos daba lo mismo, era agradable ver que, por un día, toda la zona de pesca era para nosotros.

Comenzamos a pescar de cara al viento, lanzando hacia la zona más profunda y después de poner todo tipo de peces artificiales, algún que otro jig y varios vinilos, empezamos a tener la sensación de que ese sería otro día como tantos, uno de esos en los que volvíamos a casa con las manos vacías. Además, el viento de cara era muy fuerte y hacia muy molesto el lanzado y por consiguiente la pesca.
Con la decepción ya dentro de nosotros, barajamos la opción de marcharnos a llenar el buche con un buen desayuno. Finalmente, decidimos probar a pescar de espaldas al viento. Alentados  ante la visión de un banco de peces pasto, jugosas golosinas para cualquier tipo de pez depredador. Dicho y hecho, a lanzar como posesos. Daba gusto zarandear la caña y ver como la muestra, ayudada por el viento, sacaba y sacaba hilo en pos de un vertiginoso vuelo que terminaba en el agua a una gran distancia. Pero salvo esta gratificación, nada. Continuaba nuestra mala racha y no había forma de capturar ningún pescado.

Pasado un buen rato y después de recorrer varias veces el espigón de arriba abajo, uno de nosotros decidió cambiar de tercio y tratar de pescar algún pulpo que se encontrase por la zona. Dejar de lado los señuelos artificiales y colocar una gran potera en el final de la línea al que sujetar un buen pedazo de sardina. Sabroso bocado, listo para la degustar, por tan deseado cefalópodo.
Estando abstraído en cortar, anudar y preparar el nuevo cebo, se escucha el desgarrador sonido del carrete forzado. Por lo visto, el pulpo tendría que esperar todavía un buen rato. Un “rapala” imitación caballa y las buenas artes pesqueras habían hecho bien su trabajo y habían conseguido engañar a un gran pescado. Tocaba trabajar.

En un abrir y cerrar de ojos el pescado ya tenía sacado casi medio carrete de hilo. Debía de ser enorme. Tras este fulgurante inicio, el pez pareció relajarse y dejarse hacer. Poco a poco se empezó a recuperar el sedal perdido y en menos de diez minutos estaba ante nuestros ojos la magnífica presencia de un imponente atún. Reconocido al instante por su estilizada silueta y su brillante color gris azulado. Ante la impasividad del pez empezamos a recorrer, con el bicho enganchado, los más de cien metros que había, hasta el único sitio por el que podíamos acceder a él.  Unas escaleras por las que se embarcaba y desembarcaba a los pocos barcos que había en el puerto, zona de ya poca hondura. El lugar perfecto para poder echarle mano.

Bien porque los anzuelos del señuelo empezaban hacer más daño, bien porque empezó a darse cuenta de que la profundidad del agua mermaba o por lo que fuese, la conducta del pez cambió. Vuelta a tirar como un poseso. Sacando, otra vez, en pocos segundos una gran cantidad de metros de tanza. Vuelta a empezar. Cuarenta minutos de lucha, de ida y vuelta del pescado, de un intenso tira y afloja, que terminó con el pez a unos metros de la orilla, dando vueltas sobre sí mismo, unido a nosotros por el fino sedal.

La tensión de ver un atún a tan solo unos pocos metros, hizo que nos planteásemos alguna que otra idea un poco peregrina. Eso de quitarnos zapatos, calcetines y pantalones  y meternos en el agua tras el ya bastante cansado pez, como que podría resultar algo marciano. Más que nada, porque las probabilidades de que el pez liase el nailon en torno nuestra y acabase con nuestros huesos en el aguan y el marchándose, eran muy altas. Así que tocó seguir, con  sangre fría, esperando que el fenomenal atún se cansase un poquito más.

Las vueltas concéntricas que daba el pez, le hicieron ir acercándose más y más a la orilla, hasta que finalmente estuvo a tiro de piedra. Pasaba cada pocos instantes a nuestro lado, como un patito de feria, cosa que aprovechábamos para intentar pillarlo por la cola, o por donde se pudiese. Lo tocábamos e incluso había ocasiones en las que lo cogíamos, pero se zamarreaba y se escabullía. Finalmente el animal extenuado acabo por rendirse, se dejó y vino mansamente hasta donde estábamos, sacándolo finalmente del agua.

Impresionante atún. Con él, cogido por la cola, recorrimos el camino de vuelta al coche, esperando poder toparnos con algún que otro pescador ante el que presumir. Pero ese día, el viento parecía ser demasiado y nadie decidió acercarse al espigón. Bendito aire.



Costana



Por fin llegó el día. 7:00 de la mañana y suena el despertador. Te levantas a toda prisa y te vistes con ropa que hacía tiempo no te ponías, esa que sólo usas cuando sales al monte. Engulles corriendo el desayuno. Mientras, te haces un bocadillo. Sales pitando a por el perro. Éste, al verte, se pone más nervioso que tú mismo. Lo subes al trasportín y a su vez al coche. Revisión de escopeta y cartuchos de última hora y ya estás listo para el inicio de otra nueva temporada.
Llegas donde siempre, donde todos los años empiezas, la fatídica costana. Una ladera de unos tres kilómetros de largo, con una pendiente brutal. Que se caza de dos veces, una de ida por arriba, y otra de vuelta por la parte más bajera. Llena de escobas, de todos los tamaños y medidas, con zarzales inmensos y plagada de riscos de mil de formas. Una loma en la que encuentran refugio las perdices más bravías de la zona. Esas que se lanzan montaña abajo a la velocidad de la luz  y desaparecen de tu vista en un abrir y cerrar de ojos. Duras y curtidas perdices que cuesta mucho cazar y que, por eso, enorgullece a uno poder abatir.
Aparcas el coche y abres al perro, este parece como fuera de sí. Corre de un lado para otro, da vueltas al coche, salta sobre ti… parece un niño en un parque de atracciones, queriendo montar en todas a la vez y no montando en ninguna.
Tras unas cuantas voces y silbidos, consigues calmarlo un poco y te pones en marcha. Comienzas por el lado derecho de la costana, con el aire de cara. El perro parece entonarse y empieza a pegarse al suelo. Encuentra algún que otro rastro de conejo, que al parecer, ha merodeado, por la noche, por esos parajes. Avanzas un poco y llegas a unos peñascos, aquellos en los que, el año pasado, hiciste el doblete. Te acercas impaciente y muy alerta, a ver si con suerte se vuelve a repetir. Pero te asomas y nada. Asimismo, tu canino compañero de fatigas da un par de vueltas por los alrededores, tras ello, se para y te mira como diciendo “podemos seguir, aquí no hay nada”. Te decepciona un poco no haber visto ni rastro, pero es muy pronto y todavía queda mucha mañana.
Continúas sorteando pedruscos y esquivando maleza y zarzas, todavía algo húmedas por el rocío mañanero. Al saltar desde una piedra, escuchas el inconfundible aleteo de una perdiz que se arranca, por debajo de ti, tras una inmensa escoba. No la ves hasta que esta fuera de tiro, a unos ciento y pico metros. “Hasta otra, bonita”, piensas para tus adentros, mientras te recome el hecho de no haber entrado un poco más abajo, donde podrías haberla tirado a huevo. El próximo día será.
Sigues adelante, peleándote con todos los obstáculos que la ladera pone a tu paso. Llevándote los primeros arañazos y levantándote de alguna que otra caída, debida a lo abrupto del terreno. Nuestro amigo el perro, sigue incansable, recorriendo todos los huecos y escondites que plantea la costana. Pero nada, parece que este año la perdiz no ha criado muy bien por esta zona.
Llegando al final de la loma, en una pequeña vaguada, ves como tu fiel amigo se muestra muy activo en un pequeño escobar. Te apresuras a colocarte en un lugar un poco por debajo, una zona donde crees que podrías, por lo menos, hacer un buen tiro. Te subes en una piedra un poco elevada, que te permite ver justo por encima de las copas de los matojos. Desde ahí, aprecias como trabaja el perro. Yendo de un lado para otro tras los efluvios de las patirrojas. De repente, desaparece el perro. Todo es silencio, todo es emoción. Tras unos segundos de incertidumbre, a unos quince o veinte metros, ves elevarse dos perdices por encima de las verdes escobas. Te echas la escopeta a la cara y rápidamente consigues poner el punto rojo del visor del cañón un poquito por delante de la silueta del pájaro. Aprietas el gatillo y tras el fogonazo, ves como se descuelga. En milésimas de segundo, buscas a su compañera y no tardas en apuntarla. Esta está un poco más larga. Aun así, decides disparar. El segundo tiro no es efectivo y observas como poco a poco, la perdiz, se pierde en el horizonte, con un veloz pero elegante vuelo.
Llamas corriendo al perro, al grito de “muerta, muerta” y el animal acude a ti como un rayo, sabiendo que le toca hacer su trabajo. Le indicas mediante gestos, una zona, donde crees que ha caído la pieza y éste desaparece entre la maleza en busca de nuestro premio. Al cabo de unos treinta segundos acude con la perdiz en la boca, que lentamente te suelta a los pies. Le recompensas con un pequeño trozo de salchicha y te deshaces en caricias y halagos por el buen trabajo realizado. Tras esto, atusas el pájaro. Un bonito macho, no excesivamente viejo, pero con unas cuantas primaveras encima. La primera de la temporada.
Sigues un poco más adelante y llegas a la pared que marca el fin de la costana. Te sientas en una piedra y te comes el bocadillo rememorando el lance. Descansas un poco y tomas fuerzas. Todavía queda volver por la costana.


Último Lance



Tres días de ir y venir por el pantano, de recorrer una y otra vez los mismos sitos en los que otrora obteníamos muchas y buenas capturas, pero este año nada. Algún que otro pequeño lucio sacado con mucho esfuerzo y poco más. Será porque este año la sequía es evidente o porque hemos venido unas semanas antes de lo habitual o por cualquier otra cosas. Sea lo que sea, ese año no hay forma de pillar otra cosa que no sean algas o maleza del fondo del agua.
Después de comer y tras discutir donde tratar de mejorar nuestra suerte, decidimos probar en un sitio nuevo. Uno que, nos dijeron que solía dar muy buenos resultados y al que nunca hasta entonces habíamos ido. Una zona cercana, próxima a la casa rural donde nos alojamos. Al lado de una potabilizadora de agua. Un sitio de apariencia excepcional, con colas buenas y profundas y algún que otro cortado. Sitios perfectos donde encontrar algún que otro buen pez que nos alegre el día.
Empezamos como siempre, muy animados por la buena pinta del lugar elegido para pasar la tarde. Pero poco a poco el desaliento se apodera de nosotros. Tras dos horas de lanzar y recoger como posesos y poner y quitar todo tipo de señuelos, sólo obtenemos dos picadas y la captura de un diminuto ejemplar de lucio (Ese resultado para cuatro pescadores es una miseria y nada aceptable comparado con las capturas hechas, en el mismo pantano, otros años).
Debatimos la posibilidad de rendirnos y regresar a casa como los días anteriores, con las manos en los bolsillos y con las ilusiones tiradas por tierra, pero todavía nos queda un poquito de fe y seguimos adelante lanzando y recogiendo.
Pasa otra hora y media fatídica, en la que no sólo no pescamos nada, sino que, debido a la ortografía del terreno subacuático, perdemos unos cuantos señuelos. Esto nos termina de matar. Finalmente parece que el pantano ha podido con nosotros. Habrá que retirarse y pensar otra nueva estrategia para el día venidero.
Ultimo lance. Uno más entre el millón de lances que se habrán hecho durante estos días. Limpias la muestra de algas (en este caso un pikie de color natural, que el año pasado dio unos resultados excelentes), inclinas la caña hacia atrás y con un golpe de brazo y muñeca, zarandeas la barra elástica que propulsa la muestra sujeta al hilo. Un buen lance. 35-40 metros. Al golpear en el agua hace un pequeño ruido que ni aprecias, debido al cansancio acumulado de estos días y a la inapetencia de todo, que ya tienes, después de los malos resultados. Dejas abierto el carrete, que poco a poco sigue sacando hilo, hasta que la muestra toca fondo. Con paciencia cierras el carrete y das dos golpecitos a la caña, con la puntera de ésta elevada, para hacer que, al final de la línea, el vinilo que hay se mueva y retuerza, siendo apetecible para cualquier pez. Seguidamente, agachas la caña mientras recoges sedal y repites la operación. Dos golpecitos, agachas la caña lentamente mientras recoges; dos golpecitos, agachas la caña lentamente mientras recoges; dos golpecitos….
En una de estas, sientes un pequeño parón en la línea, que inmediatamente vuelve a su estado normal. No le das mucha importancia. Será otra de esas algas que nos llevan acompañando toda la jornada o alguna roca que se ha interpuesto en la carrera del señuelo. Sigues con tu rutina. Dos golpecitos, agachas la caña lentamente mientras recoges, dos golpecitos y notas un fuerte tirón que hace que se doble bruscamente la puntera. Enderezas la caña, dando un golpe firme y seco, no muy fuerte, pero lo suficiente para que es pescado se clave al anzuelo.
Empieza la batalla. El pez, viéndose sujeto a algo y molesto por el anzuelo que hay aferrado a su boca emprende una veloz carrera en dirección a zonas más profundas, haciendo cantar el freno del carrete y sacudiendo la caña que se mueve como un débil junco zarandeado por el viento. Esto es lo que esperaba todos estos días, un gran pez. Empieza el juego del tira y afloja. Recogiendo hilo con mucha dificultad, consigues acercarlo unos metros, él, al verse cerca de la orilla, tira como un poseso, sacando otra vez el poco hilo que con tanto esfuerzo conseguiste recoger y así repetidas veces. Este baile dura unos 15 minutos, hasta que al final, nuestro gran y querido amigo se cansa, decide rendirse y darnos la victoria. Poco a poco se acerca fatigado a la orilla, viene ladeado y con media cabeza fuera, hasta tocar tierra, donde podemos cogerlo y desanzuelarlo.
Bonito ejemplar, el más grande capturado en todos los años que hemos venido. Reportaje fotográfico y vuelta al agua. Se le lava y zarandea para oxigenarlo, hasta que el animal recupera un poco las fuerzas y se marcha lenta y fatigosamente hacia las profundidades del pantano. Creo que por hoy, te has merecido un buen descaso, compañero.
Todos regresamos a casa, con mucho cansancio a las espaldas, pero con la satisfacción de poder decir, que antes de volver,” hicimos un último lance”.



Luna Lunera



18:32 de la tarde y tras recorrer 735km llego a mi destino. Al bajar del coche te das cuenta de que, a pesar de ser mediados de Noviembre, esto no es Salamanca y aquí el sol aprieta. Saludos y abrazos a los compañeros que hace tiempo que no ves. Descarga el coche y deja los bultos por donde se pueda, pilla rifle y linterna, que el todoterreno espera y hay que ir al monte, que un cochino enorme está entrando en un puesto.
Hora y poco más de viaje y ya estamos en el coto. Bonito paraje de traviesas de almendros que se pierden en el horizonte. Mi puesto está en el centro de una de esas traviesas (allí conocidos como bancales). Me sueltan con mi rifle y mi linterna y me dicen que los cochinos entrarán a las almendras caídas que no se han recogido y que tenga cuidado que está entrando uno muy grande. Yo, hombre criado en zona más bien boscosa y espesa pienso para mis adentros “esto es un secarral y como que poco cochino va a entrar aquí”.
Preparo el rifle, colocando la linterna encima del visor y el pulsador cerca del dedo pulgar de la mano izquierda, compruebo un par de veces si la linterna funciona enfocando el suelo y a pesar de ser todavía día bien entrado, se aprecia que echa un buen chorro de luz. Lleno el cargador de balas (no vaya a ser que tengan razón y entren varios cochinos) y por ultimo ajusto los aumentos del visor para poder tirar bien a, más o menos, unos 60 metros.
Poco a poco cae la noche, y con la expectación y la atención puesta a cualquier movimiento que pueda haber, salen las estrellas y con ellas la luna. Una media luna creciente, con una luz ideal, que aparece muy pronto y nos acompaña hasta muy tarde. Las estrellas no solo traen consigo a la luna, sino que, pegada a ellas, hace su aparición una brisilla fría que se clava como un cuchillo helado. ¿Quien ha dicho que por el sur no hace frio? Me tiemblan hasta las canillas, dejo el rifle y busco como un loco los guantes y el gorro en la mochila y a pesar de ponérmelos el frio no se pasa. Entonces recuerdo que debajo de mí, a un lado, en la oscuridad, hay un terraplén que puede servirme bien de cortafríos. Bajo con cuidado y me siento en el suelo buscando resguardarme. Olvidándome un poco de los cochinos y pensando si todo esto no será una mala broma de mis compañeros, porque yo, en ese momento, sigo pensando que donde estoy es un secarral y difícil veo que ningún jabalí quiera personarse allí.
El terraplén hace bien su función y poco a poco empiezo a entrar en calor, lo que no quiere decir que no siga teniendo frio. Pero esto ya es otra cosa, estoy más o menos bien, a gusto, sentado, disfrutando de la incomparable visión de un magnifico cielo estrellado y acompañado por mi amiga la luna. ¿Qué más se puede pedir?
Una vez entrado en calor y viendo que el tiempo pasa y que, como yo creía, en ese erial es prácticamente imposible que entre otra cosas que no sea frio, me pongo a pensar en mis cosas y a divagar sobre banalidades que no llevan a ningún lado pero, que por así decirlo, matan el tiempo.
Estando ensimismado en lo mío, a lo lejos, creo intuir que un bulto sospechoso se mueve entre los almendros. En un primer momento creo que es una broma que me gastan la luna con sus luces y sombras y las ramas  de los almendros. Pero tras observar con atención, me doy cuenta de que no, de que se mueve algo y no sé lo que es. Encaro el rifle y miro por el visor y tras un poco de desconcierto, intentando localizar lo que creo que se mueve, veo que realmente hay un bulto negro que se desplaza lenta y silenciosamente por el “bancal”, entre los almendros.
Me paro unos segundos, extasiado por la sorpresa y después de esto, decido echarle la luz y ver qué pasa. Encaro lentamente el rifle, pongo el bulto en el visor y muy despacio aprieto el pulsador, que instantáneamente ilumina la zona. Allí está, majestuoso, imponente, elegantemente tosco. Al verse alumbrado levanta la cabeza y mira desconfiado. Momento que aprovecho para colocar la cruz del visor en una zona donde yo creo que es mortal de necesidad. Con mucha suavidad aprieto el gatillo, el tiro me sorprende y con el retroceso del rifle, el dedo deja de hacer presión sobre el pulsador y todo se vuelve oscuridad. Milésimas de segundo en las que se me pasan por la cabeza muchas cosas a la vez: lo habré dado, lo habré fallado, estará herido, no se le oye correr…. Rápidamente vuelvo a dar el pulsador de la linterna y allí esta caído, inerte e inmóvil, negro como el carbon sobre una tierra más bien blanca.
Ya no tengo frio, ni guantes, ni gorro hacen falta ya. Me acerco y veo que no respira. Un bonito ejemplar de unos 70 kg. No es el gran macho que esperaba, pero estoy contento, he disfrutado del campo, del frio y de mi amiga, la luna.



martes, 7 de mayo de 2013

Comenzamos


Monteados, es un blog que pretende reflejar por medio de relatos de caza y de pesca, vivencias tenidas durante la práctica de estas dos aficiones.

En lo referente a caza, intentaremos abordar varios y distintos temas. Entre los que podemos destacar la caza menor con perro (en la que el can se convierte en principal protagonista), lances de monterías, tiradas a zorzales, esperas nocturnas y todo aquello que se nos vaya ocurriendo y sucediendo.

Por su parte, correspondiendo con la pesca, trataremos también temas muy variados. Desde la pesca en mar desde acantilados, hasta en ríos con cebo vivo, pasando por pesca a spinning, pesca de cangrejos con retel y como anteriormente mencionamos todo aquello que nos vaya surgiendo.

Sin más, nos ponemos en marcha, esperando poder satisfacer a aquellos que decidáis leer lo escrito y agradeciendo cualquier comentario que se haga sobre lo publicado. A disfrutarlo.