En lo alto de una pared, ese es el puesto que
me ha tocado o que, mejor dicho, hice que me tocase. Resulta que el gancho se
ha organizado un poco “a lo mecagüen” y cada uno se pone donde mejor le
conviene. Por lo que, este es el lugar en el que esperaré a que algún buen cochino
quiera hacer acto de presencia y alegrarme el día.
La verdad es que no está mal el sitio. Debajo
de la muralla de piedras sobre la que me encuentro, hay una extensión de jaras y carrascas muy tupidas, que bajan de izquierda a derecha como un río de maleza. Esta
extensión de broza da paso, a unos cincuenta metros de distancia, a un olivar,
labrado y muy limpio, ideal para poder tirar a cualquier res que ose cruzar por
allí.
Una horita larga esperando y todavía nada. Se
escucha algún que otro tiro a lo lejos y alguna que otra ladra y latir de
perros también muy distantes. Parece que la mañana va a tener mala pinta.
Por lo menos se está a gusto, el sol entra por la espalda y no corre ni brizna
de viento, cosa que se agradece enormemente.
Tras otro buen rato de impaciente vigilia,
por la derecha y a lo lejos, en el interior del jaral que se encuentra a mis
pies, se escucha el partir de ramas y romper de monte que indican que algo se
acerca hacia mí. El corazón se dispara queriéndose salir del pecho. Con la
vista busco constantemente cualquier muestra que señale la presencia del
jabalí. En un abrir y cerrar de ojos, el animal esta justo a mis pies, a unos
cinco metros de distancia. No logro verlo debido a lo espeso de la vegetación.
Encaro el rifle y escudriño minuciosamente con el visor la zona donde
aparentemente debe de estar el bicho. Pero solo veo un acumulo de formas
dispersas de color verde pardusco. Finalmente, se muestra en un pequeño claro.
Disparo casi más por instinto que apuntándolo, pero el animal muy lejos de caer
fulminado, aprieta el paso y desaparece saltando una pared a tal velocidad que
me hace imposible realizar ningún otro tiro. A lo lejos, observo como va
creando una vereda por medio de la maleza, huyendo de la zona de caza.
Me lamento, maldigo y miro al rifle y al
visor intentando saber cómo he podido fallar ese tiro. No hay otra explicación
que el ansia me pudo y en lugar de tener sangre fría y dejar cumplir a la caza,
le tire muy precipitado. De los fallos se aprende.
Sigo en lo alto de la pared, oyendo tiros de
los demás compañeros de cacería, escuchando como los perros se pelean con todo
lo que esté dispuesto a salir de su escondite en lo más profundo del monte y
dándole vueltas y más vueltas a cómo es posible haber fallado ese cochino, a
tan solo unos seis metros de distancia.
Es casi la hora de marcharnos, caracolas y
trompas llaman a los canes de vuelta a los furgones y remolques. Por hoy es
suficiente, hay que dejar en paz ya a la caza. De repente, a lo lejos, a unos
ciento y muchos metros veo como un ciervo muy aparente, deambula por la loma del monte
de enfrente, ya más tranquilo por la ausencia de los incansables perros. Baja
caminando por un pequeño sendero, sin percatarse de que yo, desde la lejanía, lo vigilo.
Sin quitarle el ojo de encima subo los
aumentos del visor para tratar de hacer el tiro lo más certero posible y muy
lentamente encaro el rifle. Pongo la cruz del visor en lo que debe ser su
paleta derecha y lentamente aprieto el gatillo, haciendo salir el tiro. Suena
el estruendo y el animal se para y mira en redondo buscando la procedencia de
tal sonido. No le he dado. Le pego cerrojazo al rifle, haciendo salir la vaina
de la bala disparada y metiendo otra en la recamara, lista para ser usada.
Repito la operación, pongo la cruz en el lugar que debería ser de muerte y
suelto un segundo trueno. El bonito venado da un gran salto, tira una patada al aire y
sale disparado ladera abajo, buscando cobijo en la espesura.
Espero en mi atalaya unos quince minutos más,
tras los cuales decido ir a ver si logro localizar el paradero del ciervo.
Salto la pared, atravieso las jaras y el olivar y subo unos metros por la
ladera de la montaña, hasta llegar al
lugar donde se produjo el lance. Rápidamente me doy cuenta de que está pegado.
Astillas de hueso y tasajos de carne encuentro en el sitio del tiro. Sigo poco
a poco el rastro de sangre, que me dirige hacia lo más espeso del monte.
Después de recorrer unos doscientos metros llego a un punto muerto. La sangre
desaparece y no hay rastro de nada que no sea monte y maleza. Doy un par de
vueltas por la zona, en busca de cualquier indicio de algo, pero no hay nada.
Hoy no es mi día.
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