lunes, 11 de noviembre de 2013

El Batamanto

Duras se hacen las noches cuando uno está solo en el campo, cuando todo se escucha y nada se ve. Largos se vuelven los minutos y las horas en los que nada más te acompañan las estrellas, cuando el monte calla y no se atisba presencia de otra cosa que no sea oscuridad y silencio. Estar callado, parado, quieto, en un puesto, pasando frío, esperando que los esquivos animales olviden un poco su natural desconfianza, que el hambre se apodere de ellos y entren a la plaza donde les esperamos con el rifle.

Hoy el día será distinto, hoy no estaré solo en el monte. Al puesto, conmigo, viene un compañero. Alguien con el que compartir las penurias del tiempo y el acoso de los insaciables mosquitos. Dos ojos y oídos más, que serán de gran ayuda en lo negro del ocaso.

Tras recorrer numerosas pistas, trochas y caminos por sorprendentes parajes, llegamos al lugar elegido. Una bonita siembra de cereal, de altura ya más que considerable, rodeada por montañas y cobijada dentro de una gran espesura vegetal. La monotonía de lo sembrado se rompe con la aparición de un montículo de piedras en el medio de este mar de espigas. Coronando esta atalaya pedregosa se encuentra un imponente pino, que esta noche hará las veces de cobijo, guarida y escondite, ya que debajo de sus ramas, se nos ofrece una vista inmejorable de donde se prevé entraran los jabalíes.

Parece que la noche será fría, por lo que toca ponerse más de una capa de ropa por encima. Mi hoy compañero porta un extraño enser de abrigo, lo denomina “batamanta” y acorde con el campo tiene un bonito estampado de camuflaje. Como su nombre indica, es una manta con mangas, diseñado para soportar bajas temperaturas. Esperemos que le sea de gran utilidad.

Nos colocamos debajo del pino, sentados y usando de respaldo su majestuoso tronco, con una disposición un tanto inusual. Con nuestras espaldas y el árbol como eje, formamos un angulo de noventa grados, de tal forma que uno tiene visión directa al comedero, mientras que el otro otea la espesura de la siembra. Así consideramos que sera muy difícil que algo se pueda escapar a nuestros sentidos.

Pasan las horas y por el momento no hay señales de que ningún esquivo guarro quiera hacer acto de presencia. Todo es silencio, todo es armonía. De vez en cuando, esta paz, es rota por el canto de un pequeño grillo o el revoloteo de un murciélago, que esta haciendo el agosto con los innumerables mosquitos.

En medio de este océano de calma, el tan preciado silencio desaparece. Se escucha un ruido, un pequeño bufido, apenas imperceptible. Conforme pasan los minutos se va haciendo más y más fuerte. El corazón parece querer salirse del pecho. El sonido se mantiene y poco a poco intento fijar la procedencia de este. Tras buscar durante un buen rato con los oídos en la espesura del campo, me doy cuenta de que el ruido proviene de un lugar mucho mas cercano de lo que creo. Mi amigo, envuelto en su “batamamta”, ha caído presa de los encantos de Morfeo y duerme plácidamente, apoyado sobre una olorosa planta de romero, profiriendo algún que otro ronquido. Me río para mis adentros y con un pequeño toque en el brazo le despierto. Se mueve un poco sobresaltado, intentando ubicar donde se encuentra. Hemos venido a cazar, no ha dormir.

La oscuridad sigue haciéndose más espesa y ahora si, parece distinguirse a lo lejos y de frente a donde se encuentra mi compañero, como se aproxima hacia nosotros algo. Partir de monte y crujir de ramas en un primer momento, que poco a poco se transforma en un continuo susurro de apartar las vátigas del cereal.

Despacio, muy despacio se aproxima, hasta tenerlo a tan solo unos pocos pasos. La oscuridad es espesa y prácticamente no se ve nada, sólo se distinguen alguna que otra sombra indescifrable. Llega hasta los pies de la pedregosa elevación sobre la que nos encontramos, se para y el silencio se hace total en unos segundos que parecen hacerse eternos. Tras estos, se escucha un tropel en torno a la peana del montículo. Al momento, en un pequeño claro que dejan las espigas de trigo, a unos seis metros de distancia, aparece caminando lentamente un bonito cochino. Se para y levanta lentamente la cabeza, como sabiendo que algo no va bien, que algo no le cuadra y que en el monte hay algo distinto a lo que suele haber. Lentamente apoyo el rifle en el hombro, meto un ojo en el visor y localizo la magnifica cabeza del guarro. Pongo la cruz entre la oreja y la paleta del animal y lentamente aprieto el gatillo. El tiro me sorprende y acto seguido el jabalí cae a plomo en el suelo. Todo vuelve a ser silencio, ya no hay más correrías, ni partir de monte, ni cantos de grillos.

Dejamos el pino, la siembra, el monte y desandamos lo andado con el coche. Sinuosos y tortuosos caminos que nos llevaran de vuelta a casa. Todo el viaje rememoramos el lance, comentamos impresiones y sensaciones vividas. Puede que la “batamanta” sea una especie de amuleto. Esta vez el coche pesa un poco más.






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