Duras se hacen las noches
cuando uno está solo en el campo, cuando todo se escucha y nada se
ve. Largos se vuelven los minutos y las horas en los que nada más te
acompañan las estrellas, cuando el monte calla y no se atisba
presencia de otra cosa que no sea oscuridad y silencio. Estar
callado, parado, quieto, en un puesto, pasando frío, esperando que
los esquivos animales olviden un poco su natural desconfianza, que el
hambre se apodere de ellos y entren a la plaza donde les esperamos
con el rifle.
Hoy el día será
distinto, hoy no estaré solo en el monte. Al puesto, conmigo, viene
un compañero. Alguien con el que compartir las penurias del tiempo y
el acoso de los insaciables mosquitos. Dos ojos y oídos más, que
serán de gran ayuda en lo negro del ocaso.
Tras recorrer numerosas
pistas, trochas y caminos por sorprendentes parajes, llegamos al
lugar elegido. Una bonita siembra de cereal, de altura ya más que
considerable, rodeada por montañas y cobijada dentro de una gran
espesura vegetal. La monotonía de lo sembrado se rompe con la
aparición de un montículo de piedras en el medio de este mar de
espigas. Coronando esta atalaya pedregosa se encuentra un imponente
pino, que esta noche hará las veces de cobijo, guarida y escondite,
ya que debajo de sus ramas, se nos ofrece una vista inmejorable de
donde se prevé entraran los jabalíes.
Parece que la noche será
fría, por lo que toca ponerse más de una capa de ropa por encima.
Mi hoy compañero porta un extraño enser de abrigo, lo denomina
“batamanta” y acorde con el campo tiene un bonito estampado de
camuflaje. Como su nombre indica, es una manta con mangas, diseñado
para soportar bajas temperaturas. Esperemos que le sea de gran
utilidad.
Nos colocamos debajo del
pino, sentados y usando de respaldo su majestuoso tronco, con una
disposición un tanto inusual. Con nuestras espaldas y el árbol como
eje, formamos un angulo de noventa grados, de tal forma que uno tiene
visión directa al comedero, mientras que el otro otea la espesura de
la siembra. Así consideramos que sera muy difícil que algo se
pueda escapar a nuestros sentidos.
Pasan las horas y por el
momento no hay señales de que ningún esquivo guarro quiera hacer
acto de presencia. Todo es silencio, todo es armonía. De vez en
cuando, esta paz, es rota por el canto de un pequeño grillo o el
revoloteo de un murciélago, que esta haciendo el agosto con los
innumerables mosquitos.
En medio de este océano
de calma, el tan preciado silencio desaparece. Se escucha un ruido,
un pequeño bufido, apenas imperceptible. Conforme pasan los minutos
se va haciendo más y más fuerte. El corazón parece querer salirse
del pecho. El sonido se mantiene y poco a poco intento fijar la
procedencia de este. Tras buscar durante un buen rato con los oídos
en la espesura del campo, me doy cuenta de que el ruido proviene de
un lugar mucho mas cercano de lo que creo. Mi amigo, envuelto en su
“batamamta”, ha caído presa de los encantos de Morfeo y duerme
plácidamente, apoyado sobre una olorosa planta de romero,
profiriendo algún que otro ronquido. Me río para mis adentros y con
un pequeño toque en el brazo le despierto. Se mueve un poco
sobresaltado, intentando ubicar donde se encuentra. Hemos venido a
cazar, no ha dormir.
La oscuridad sigue
haciéndose más espesa y ahora si, parece distinguirse a lo lejos y
de frente a donde se encuentra mi compañero, como se aproxima hacia
nosotros algo. Partir de monte y crujir de ramas en un primer
momento, que poco a poco se transforma en un continuo susurro de
apartar las vátigas del cereal.
Despacio, muy despacio se
aproxima, hasta tenerlo a tan solo unos pocos pasos. La oscuridad es
espesa y prácticamente no se ve nada, sólo se distinguen alguna que
otra sombra indescifrable. Llega hasta los pies de la pedregosa
elevación sobre la que nos encontramos, se para y el silencio se
hace total en unos segundos que parecen hacerse eternos. Tras estos,
se escucha un tropel en torno a la peana del montículo. Al momento,
en un pequeño claro que dejan las espigas de trigo, a unos seis
metros de distancia, aparece caminando lentamente un bonito cochino.
Se para y levanta lentamente la cabeza, como sabiendo que algo no va
bien, que algo no le cuadra y que en el monte hay algo distinto a lo
que suele haber. Lentamente apoyo el rifle en el hombro, meto un ojo
en el visor y localizo la magnifica cabeza del guarro. Pongo la cruz
entre la oreja y la paleta del animal y lentamente aprieto el
gatillo. El tiro me sorprende y acto seguido el jabalí cae a plomo
en el suelo. Todo vuelve a ser silencio, ya no hay más correrías,
ni partir de monte, ni cantos de grillos.
Dejamos el pino, la
siembra, el monte y desandamos lo andado con el coche. Sinuosos y
tortuosos caminos que nos llevaran de vuelta a casa. Todo el viaje
rememoramos el lance, comentamos impresiones y sensaciones vividas.
Puede que la “batamanta” sea una especie de amuleto. Esta vez el
coche pesa un poco más.
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