Tras un par de meses en la isla y estando
rodeado de agua, uno empezaba ya a echar de menos el tener una caña entre las
manos y el poder sentir el tirar de un pez al otro extremo del hilo. Por lo que,
esa tarde, después de hacer varias llamadas y juntarnos unos cuantos, nos
propusimos ir a intentar sacar unas viejas. Pez muy típico de la zona, de
hábitat rocoso y muy cotizado por los pescadores locales. Característico por su
color rojo pardusco y de tamaños oscilantes entre medio y cuatro kilogramos.
Los cebos que emplearíamos para
tratar de pescarlas, eran unos cangrejos cogidos hacía unas semanas, que tras
cocerlos con un poco de vinagre y sal y posteriormente congelarlos, estaban
listos para ser enganchados en el anzuelo.
Con el maletero lleno de cañas,
carretes, cebo y demás enseres, nos dirigimos hacia la zona elegida. Un lugar
repleto de roquedos y acantilados, de profundidad más que aceptable, próximos a
unas salinas. Sitio que creíamos ideal para poder encontrar a nuestros tan
deseados pescados.
Unos veinte minutos de coche,
disfrutando de las maravillosas vistas que nos ofrecía la isla y llegamos a
nuestro destino. Rápidamente nos dispersamos, buscando los que consideramos,
que debían ser, los mejores emplazamientos de pesca. Bastante separados entre
nosotros, no por gusto, sino por el capricho de lo abrupto del terreno.
Después de acomodarnos, o por lo
menos intentarlo, empezamos a preparar los aparejos. Montaje sencillo de un
equipo simple. Caña fuerte, carrete grande, hilo grueso, boya de tamaño
considerable y color chillón, plomo acorde con el corcho flotante, anzuelo de un tamaño
mediano y cangrejo enganchado a éste. Con este rudimentario, pero eficiente equipo y tras dejar un espacio de unos dos metros en te anzuelo y veleta,
estábamos listos para probar el agua.
Lanzamos y a esperar. La marea
estaba subiendo y se podía apreciar como las olas, incansables, trataban de hundir
el trozo de corcho, que navegaba a la deriva. Éste se zarandea y retuerce por el
acoso continuo del agua salada, pero una y otra vez emerge y se nos muestra
altivo y orgulloso, preparado para avisarnos ante cualquier picada.
Viendo las idas y venidas de la
boya, se pasa el tiempo. La cosa no va mal, en poco más de una hora se han
pillado un par de viejas parejas (así se define, por la zona, a las que pesan
en torno a un kilogramo) y un sargo de medio kilo, muy aparente.
Se sigue pescando, sacando de
vez en cuando el aparejo del agua, para renovar el cebo, muy castigado por el
ir y venir que impone el mar. Muy pendientes de si el corcho rojo desaparece
bajo el agua, indicando que, en las profundidades, algo tira del hilo.
Estando embelesado con el baile
de la boya, en un acantilado de unos cinco metros de altura, nuestra flotante
amiga, desaparece velozmente, entre la espuma de una ola. Firme cachete de la
caña, notando al instante, una gran resistencia al otro lado del sedal. Parece
demasiado grande para ser una vieja. Comienza a sacar la gruesa tanza,
dirigiéndose hacia el fondo. Haciendo cantar al carrete como una carraca, lo que
es música celestial para los oídos. Apretado un poco el freno, toca pelear. Muy
despacio se recoge el poco hilo que el pescado cede. Buscando con la vista, en
todo momento, que aparezca la veleta, indicando así que pocos metros después, estará
el pescado. Diez minutos de lucha y tras un buen esfuerzo, aparece el corcho y
acto seguido, sobre la superficie del agua, asoma el lomo de nuestro tan
deseado pez. Una vieja imponente, de esas de las que los lugareños siempre
presumen haber pescado, pero que tú nunca vistes.
Tocas a arrebato y al momento se
personan todos tus compañeros. Se necesita ayuda para sacar ese bicharraco del
mar, teniendo en cuenta la distancia bastante considerable con el
agua y que, precisamente, no es una vulgar sardinilla.
Tras alguna discusión impaciente
y veloz, se decide tratar de izar el pescado tirando directamente del hilo. Creyendo
que la caña no va a aguantar semejante peso. Dicho y hecho. Echado en los
peñascos y extendiendo los brazos todo lo posible, para evitar que el sedal
roce con las rocas, se empieza el proceso de elevación. Poco a poco, el pez
comienza a distanciarse del agua. A pesar de su evidente cansancio tras la
lucha, sigue sacando fuerzas para, de vez en cuando, retorcerse y sacudirse,
intentando liberarse del anzuelo. Lo que hace, si cabe, todavía más difícil su
captura.
Las voces y algarabía se hacen
evidentes cuando, por fin, tras innumerables esfuerzos logramos tener a la
vieja en nuestras manos. Un maravilloso ejemplar de unos dos kilos de peso. De
un color grisáceo brillante. Bonita pieza que esta noche hará las delicias
culinarias de todos.
La jornada llega a su fin y el sol
va siendo engullido por el mar, dando paso a la oscuridad y a las estrellas. Es
momento de recoger los bártulos y volver a casa. El día no ha sido nada malo,
hemos disfrutado como hacía tiempo no disfrutábamos. Con tardes así, no se
añora tanto el hogar.
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