Por fin llegó el día. 7:00 de la
mañana y suena el despertador. Te levantas a toda prisa y te vistes con ropa
que hacía tiempo no te ponías, esa que sólo usas cuando sales al monte.
Engulles corriendo el desayuno. Mientras, te haces un bocadillo. Sales pitando
a por el perro. Éste, al verte, se pone más nervioso que tú mismo. Lo subes al
trasportín y a su vez al coche. Revisión de escopeta y cartuchos de última hora
y ya estás listo para el inicio de otra nueva temporada.
Llegas donde siempre, donde todos
los años empiezas, la fatídica costana. Una ladera de unos tres kilómetros de
largo, con una pendiente brutal. Que se caza de dos veces, una de ida por arriba,
y otra de vuelta por la parte más bajera. Llena de escobas, de todos los
tamaños y medidas, con zarzales inmensos y plagada de riscos de mil de formas.
Una loma en la que encuentran refugio las perdices más bravías de la zona. Esas
que se lanzan montaña abajo a la velocidad de la luz y desaparecen de tu vista en un abrir y
cerrar de ojos. Duras y curtidas perdices que cuesta mucho cazar y que, por eso,
enorgullece a uno poder abatir.
Aparcas el coche y abres al
perro, este parece como fuera de sí. Corre de un lado para otro, da vueltas al
coche, salta sobre ti… parece un niño en un parque de atracciones, queriendo
montar en todas a la vez y no montando en ninguna.
Tras unas cuantas voces y silbidos,
consigues calmarlo un poco y te pones en marcha. Comienzas por el lado derecho
de la costana, con el aire de cara. El perro parece entonarse y empieza a
pegarse al suelo. Encuentra algún que otro rastro de conejo, que al parecer, ha
merodeado, por la noche, por esos parajes. Avanzas un poco y llegas a unos
peñascos, aquellos en los que, el año pasado, hiciste el doblete. Te acercas
impaciente y muy alerta, a ver si con suerte se vuelve a repetir. Pero te
asomas y nada. Asimismo, tu canino compañero de fatigas da un par de vueltas
por los alrededores, tras ello, se para y te mira como diciendo “podemos
seguir, aquí no hay nada”. Te decepciona un poco no haber visto ni rastro, pero
es muy pronto y todavía queda mucha mañana.
Continúas sorteando pedruscos y
esquivando maleza y zarzas, todavía algo húmedas por el rocío mañanero. Al
saltar desde una piedra, escuchas el inconfundible aleteo de una perdiz que se
arranca, por debajo de ti, tras una inmensa escoba. No la ves hasta que esta
fuera de tiro, a unos ciento y pico metros. “Hasta otra, bonita”, piensas para
tus adentros, mientras te recome el hecho de no haber entrado un poco más
abajo, donde podrías haberla tirado a huevo. El próximo día será.
Sigues adelante, peleándote con
todos los obstáculos que la ladera pone a tu paso. Llevándote los primeros
arañazos y levantándote de alguna que otra caída, debida a lo abrupto del
terreno. Nuestro amigo el perro, sigue incansable, recorriendo todos los huecos
y escondites que plantea la costana. Pero nada, parece que este año la perdiz
no ha criado muy bien por esta zona.
Llegando al final de la loma, en
una pequeña vaguada, ves como tu fiel amigo se muestra muy activo en un pequeño
escobar. Te apresuras a colocarte en un lugar un poco por debajo, una zona
donde crees que podrías, por lo menos, hacer un buen tiro. Te subes en una
piedra un poco elevada, que te permite ver justo por encima de las copas de los
matojos. Desde ahí, aprecias como trabaja el perro. Yendo de un lado para otro
tras los efluvios de las patirrojas. De repente, desaparece el perro. Todo es
silencio, todo es emoción. Tras unos segundos de incertidumbre, a unos quince o
veinte metros, ves elevarse dos perdices por encima de las verdes escobas. Te
echas la escopeta a la cara y rápidamente consigues poner el punto rojo del
visor del cañón un poquito por delante de la silueta del pájaro. Aprietas el
gatillo y tras el fogonazo, ves como se descuelga. En milésimas de segundo,
buscas a su compañera y no tardas en apuntarla. Esta está un poco más larga.
Aun así, decides disparar. El segundo tiro no es efectivo y observas como poco
a poco, la perdiz, se pierde en el horizonte, con un veloz pero elegante vuelo.
Llamas corriendo al perro, al
grito de “muerta, muerta” y el animal acude a ti como un rayo, sabiendo que le
toca hacer su trabajo. Le indicas mediante gestos, una zona, donde crees que ha
caído la pieza y éste desaparece entre la maleza en busca de nuestro premio. Al
cabo de unos treinta segundos acude con la perdiz en la boca, que lentamente te
suelta a los pies. Le recompensas con un pequeño trozo de salchicha y te deshaces
en caricias y halagos por el buen trabajo realizado. Tras esto, atusas el
pájaro. Un bonito macho, no excesivamente viejo, pero con unas cuantas
primaveras encima. La primera de la temporada.
Sigues un poco más adelante y
llegas a la pared que marca el fin de la costana. Te sientas en una piedra y te
comes el bocadillo rememorando el lance. Descansas un poco y tomas fuerzas. Todavía
queda volver por la costana.
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