Años sesenta, en un pueblo perdido de la mano
de Dios. La necesidad aprieta ante la falta de condumio con que llenar la
barriga. Todo es poco para comer y ya desde bien niños hay que aportar a la
casa lo que sea. Son años difíciles.
Trampear, rapiñar y coger todo lo que la
naturaleza pueda ofrecernos es una buena forma de aportar algo de sustento para
la familia. Recorrer los montes y las dehesas de la zona, árbol tras árbol, en
busca de algún que otro nido; salir a la caza de un buen lagarto; pescar, por
lo civil o por lo criminal, ranas o
dejar puestos los cepos, a ver si con suerte algún que otro zorzal se deja
coger, eran las artes más empleadas en la zona.
Los cepos eran trampas heredadas o que
pasaban de mano a mano tras el burdo hecho del hurto. Constaban dos aros metálicos, uno fijo y otro móvil, unidos entre sí a través de un muelle. En el
centro de dicho muelle, se encontraba una pequeña alambre donde se ponía el
cebo y finalmente había un pasador que se unía a la alambre del cebo,
fijando la trampa ya montada.
La forma de armarlos era muy sencilla: se
colocaba un jugosa aceituna en la pequeña alambre del cebo. Se tiraba del aro
móvil separándolo del fijo, logrando abrir así un círculo entre los dos aros metálicos. Debido al muelle que había entre ellos, se lograba crear una gran tensión. Posteriormente se pasaba el
pasador por encima del aro móvil y se fijaba en la alambre del cebo. Dejando de
esta manera preparada la trampa. Solo hacía falta que el incauto pájaro moviese
el cebo al picarlo, así, se soltaría el pasador y los dos aros se juntarían velozmente,
pillando entre estos a la presa deseada.
El invierno era la mejor época para usarlos.
Para tratar de atrapar alguna buena percha de zorzales. Las oliveras cercanas,
rodeadas por enormes zarzas, eran zonas perfectas para colocar estas trampas.
Debajo de los espinosos arbustos, se enterraban, dejando sólo visible la
deliciosa aceituna, a la que se le hacía una pequeña muesca en lo alto para que
resultase todavía, si cabe, más tentadora. Un plato irresistible para los
pobres pajarillos.
Once años a las espaldas y por las mañanas a
primera hora, antes de ir a la escuela, era menester recorrer el olivar de
enfrente de los edificios que acogían las clases, plantando las minas que por la noche debían de llevar la cena a la
casa.
Con las manos llenas de tierra y como siempre, llegando muy apurado, entraba en la poco acogedora aula. Una clase de unos
veinticinco alumnos, caracterizada por tener como única decoración un mapa
gigantesco de la geografía española. Una vez allí, todo era lo de siempre, repetir
la cantinela de ríos, montañas, cabos, golfos, capitales, tablas de multiplicar
y demás materias.
Sentado en la vieja mesa, al lado de su
compañero y compinche de toda la vida, comentaba donde y como están puestas los
cepos, haciendo caso omiso de la lección que repite incansable el anciano
profesor. Vigilando como águilas cualquier movimiento extraño que pudiese haber
entre los olivos.
Tras la primera hora de clase, gracias al efecto
calorífico del pequeño brasero de picón y al acumulo de monóxido de carbono, el
sueño se hacía evidente y algún que otro cabezazo se escapa sobre el pupitre.
Aun así, siempre había un ojo puesto en las trampas, los árboles y los pájaros.
Revuelo en las olivas, los zorzales salen
disparados. Buena señal. Hay que salir corriendo a recoger la posible presa y
volver a colocar el cepo. “Don Emilio, me disculpe usted, puedo ir a aliviarme”.
El consumido profesor, sin levantar la vista del ajado libro, hace una señal
con la mano. Sin perder un segundo sale por la puerta como una exhalación,
rodea el otro edificio que forma la escuela, salta la pared de piedra de la
finca y llega al improvisado coto de caza. Con un vistazo rápido recorre todos
y cada uno de los lugares en los que ha colocado los cepos. Rápidamente se da
cuenta de que hay dos que están saltados con sus respectivas victimas bien
enganchadas por el pescuezo. En un abrir y cerrar de ojos los quita y vuelve a
dejar listas las trampas. Esconde las piezas en un hueco de la pared y regresa volando a escuchar la eterna
lección.
Toda la mañana de ir y venir, de salir de
clase por una y otra escusa y regresar
corriendo. La lección está siendo poco productiva. Pero los ríos y las
matemáticas no llenan el estómago y esta noche por lo menos algo habrá algo con
que llenar el buche.
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