martes, 28 de mayo de 2013

Viejas


Tras un par de meses en la isla y estando rodeado de agua, uno empezaba ya a echar de menos el tener una caña entre las manos y el poder sentir el tirar de un pez al otro extremo del hilo. Por lo que, esa tarde, después de hacer varias llamadas y juntarnos unos cuantos, nos propusimos ir a intentar sacar unas viejas. Pez muy típico de la zona, de hábitat rocoso y muy cotizado por los pescadores locales. Característico por su color rojo pardusco y de tamaños oscilantes entre medio y cuatro kilogramos.

Los cebos que emplearíamos para tratar de pescarlas, eran unos cangrejos cogidos hacía unas semanas, que tras cocerlos con un poco de vinagre y sal y posteriormente congelarlos, estaban listos para ser enganchados en el anzuelo.

Con el maletero lleno de cañas, carretes, cebo y demás enseres, nos dirigimos hacia la zona elegida. Un lugar repleto de roquedos y acantilados, de profundidad más que aceptable, próximos a unas salinas. Sitio que creíamos ideal para poder encontrar a nuestros tan deseados pescados.
Unos veinte minutos de coche, disfrutando de las maravillosas vistas que nos ofrecía la isla y llegamos a nuestro destino. Rápidamente nos dispersamos, buscando los que consideramos, que debían ser, los mejores emplazamientos de pesca. Bastante separados entre nosotros, no por gusto, sino por el capricho de lo abrupto del terreno.
Después de acomodarnos, o por lo menos intentarlo, empezamos a preparar los aparejos. Montaje sencillo de un equipo simple. Caña fuerte, carrete grande, hilo grueso, boya de tamaño considerable y color chillón, plomo acorde con el corcho flotante, anzuelo de un tamaño mediano y cangrejo enganchado a éste. Con este rudimentario, pero eficiente equipo y tras dejar un espacio de unos dos metros en te anzuelo y veleta, estábamos listos para probar el agua.

Lanzamos y a esperar. La marea estaba subiendo y se podía apreciar como las olas, incansables, trataban de hundir el trozo de corcho, que navegaba a la deriva. Éste se zarandea y retuerce por el acoso continuo del agua salada, pero una y otra vez emerge y se nos muestra altivo y orgulloso, preparado para avisarnos ante cualquier picada.
Viendo las idas y venidas de la boya, se pasa el tiempo. La cosa no va mal, en poco más de una hora se han pillado un par de viejas parejas (así se define, por la zona, a las que pesan en torno a un kilogramo) y un sargo de medio kilo, muy aparente.
Se sigue pescando, sacando de vez en cuando el aparejo del agua, para renovar el cebo, muy castigado por el ir y venir que impone el mar. Muy pendientes de si el corcho rojo desaparece bajo el agua, indicando que, en las profundidades, algo tira del hilo.

Estando embelesado con el baile de la boya, en un acantilado de unos cinco metros de altura, nuestra flotante amiga, desaparece velozmente, entre la espuma de una ola. Firme cachete de la caña, notando al instante, una gran resistencia al otro lado del sedal. Parece demasiado grande para ser una vieja. Comienza a sacar la gruesa tanza, dirigiéndose hacia el fondo. Haciendo cantar al carrete como una carraca, lo que es música celestial para los oídos. Apretado un poco el freno, toca pelear. Muy despacio se recoge el poco hilo que el pescado cede. Buscando con la vista, en todo momento, que aparezca la veleta, indicando así que pocos metros después, estará el pescado. Diez minutos de lucha y tras un buen esfuerzo, aparece el corcho y acto seguido, sobre la superficie del agua, asoma el lomo de nuestro tan deseado pez. Una vieja imponente, de esas de las que los lugareños siempre presumen haber pescado, pero que tú nunca vistes.

Tocas a arrebato y al momento se personan todos tus compañeros. Se necesita ayuda para sacar ese bicharraco del mar, teniendo en cuenta la distancia bastante considerable con el agua y que, precisamente, no es una vulgar sardinilla.
Tras alguna discusión impaciente y veloz, se decide tratar de izar el pescado tirando directamente del hilo. Creyendo que la caña no va a aguantar semejante peso. Dicho y hecho. Echado en los peñascos y extendiendo los brazos todo lo posible, para evitar que el sedal roce con las rocas, se empieza el proceso de elevación. Poco a poco, el pez comienza a distanciarse del agua. A pesar de su evidente cansancio tras la lucha, sigue sacando fuerzas para, de vez en cuando, retorcerse y sacudirse, intentando liberarse del anzuelo. Lo que hace, si cabe, todavía más difícil su captura.
Las voces y algarabía se hacen evidentes cuando, por fin, tras innumerables esfuerzos logramos tener a la vieja en nuestras manos. Un maravilloso ejemplar de unos dos kilos de peso. De un color grisáceo brillante. Bonita pieza que esta noche hará las delicias culinarias de todos.

La jornada llega a su fin y el sol va siendo engullido por el mar, dando paso a la oscuridad y a las estrellas. Es momento de recoger los bártulos y volver a casa. El día no ha sido nada malo, hemos disfrutado como hacía tiempo no disfrutábamos. Con tardes así, no se añora tanto el hogar.


jueves, 23 de mayo de 2013

Raposo


Madre mía, pero como puede hacer tanto frío. Estamos a mediados de enero y esto más que el sur de Salamanca parece Siberia. Te levantas con las legañas todavía en los ojos y buscas corriendo la ropa térmica, esa que, en lo que va de invierno, ha sido muy asidua a salir contigo los días de caza. Hoy toca gancho de cochinos. A ver como se da el día.
Bajas a la cochera y acabas de preparar el equipo. Cambias los choques de la escopeta, llenas el chaleco de balas y cartuchos del doble cero y miras que en la mochila esté el cuchillo y demás enseres. Lo metes todo en el coche, un poco arrebujado. Hace demasiado biruji como para preocuparte de colocar todo minuciosamente.

Para variar, llegas tarde y parece que todo el mundo te espera. “Disculpen la tardanza señores, pero la carretera esta helada y el asunto no está como para correr mucho”. Se sortean los puestos y me toca el número cuatro de la umbría. Un sitio ideal para pelar frío como nadie, un sitio, en el que parece que lleva sin entrar el sol en torno a un par de meses. Muy bien.

Tras una larga caminata sorteando escobas, zarzas, brezos y algún que otro pedrusco lleno de escarcha, llegas al puesto y la cosa no mejora. Te colocan en un rusco inmenso, desde el que se controla un gran escobar, por el que supuestamente saldrán los bichos. Todo parece nevado de la helada que hay y según comenta un compañero, estamos a unos siete bajo cero. En ese momento piensas,”todavía me quedan unas cuatro horas aquí...”.

El frío entra hasta los huesos, a pesar de ir con más capas que una cebolla y llevar guantes, gorro y braga puestos. Te mueves a lo largo de la piedra sobre la que estás, a ver si consigues entrar un poco en calor. Olvidándote por completo de vigilar el trozo de broza por el que deberían de pasar los jabalíes.

Tras dos horas encima del inmenso rusco ya no sabes que hacer, caminas, bailas, mueves los dedos de los pies, te agachas… pero no hay forma de calentar un poco el cuerpo. De repente, ves rancear algo por debajo de ti, por el lado derecho, entre la maleza. Te apresuras a asomarte y ves que un imponente zorro se cuela en los matojos que hay por debajo del peñón. Cruzas apresurado pero en silencio, la piedra de derecha a izquierda, esperando ver salir por el otro lado al astuto raposo. Pasan varios segundos hasta que, muy despacio y cauteloso, hace acto de presencia por la pequeña vereda, por la que le esperábamos.

Te das cuenta de que en el primer tiro tienes puesta una bala y que en el segundo hay metido un cartucho de doble cero. Lenta y silenciosamente ejerces un poco de presión con el pulgar sobre el selector de tiro y cambias las tornas. El primero en salir será el cartucho y posteriormente, si hace falta, la bala. Encaras la escopeta y muy despacio sigues con el punto rojo, que hace las veces de visor, el lento caminar del raposo, hasta que consigues ponerlo encima del animal. Lentamente aprietas el gatillo y de inmediato sale el trueno, dejando al zorro petrificado. Por un momento piensas que no le has dado y que el raposo está alerta, buscando de donde ha venido el tiro y te planteas soltarle el segundo. Cuando vas a volver a apretar el gatillo, el peludo zorro se desploma de lado. Tirascazo a unos treinta metros de distancia. Para ser con la escopeta no está nada mal.

Pasan otras dos horas, en las que ya, bien porque ha entrado un poco la mañana o bien por el lance vivido, no tienes tanto frío. Al poco, avisan por walkie que ha finalizado el gancho y que se recojan los puestos. Salgo apresurado y voy donde se encuentra mi víctima. Bajo con tanta ansia y precipitación, que el hielo de una piedra me hace resbalar y caigo como un muñeco de trapo entre las escobas. Me levanto maldiciendo y continúo mi marcha con más precaución, hacia donde me espera el zorro muerto.

Después de algún que otro tropezón y resbalón más, por fin, llego. Es un macho enorme, precioso, con un pelo tupido, muy suave, de un color marrón amarillo brillante. Con una cola grande y hermosa, en cuya punta destaca un gran mechón de pelo blanco.  

Sale por fin el sol, cosa que se agradece enormemente y con un café muy caliente rememoras con otros cazadores el lance vivido. Por lo visto, he sido el único que he tirado. Después de todo, no ha sido tan mal día de frío.



viernes, 17 de mayo de 2013

Día de Viento y Aire



Discutimos telefónicamente donde encontrarnos al día siguiente. A las seis y media de la mañana, en el espigón. Un espigón al que solíamos ir con mucha asiduidad, famoso por ser una zona muy pesquera. Pero que a nosotros, por el momento, no nos había dado resultados muy halagüeños. Una par de peces lagarto, algún que otro espetón, un abade y un pargo de casi un kilo, era todo nuestro bagaje en este, supuestamente, idílico lugar de pesca.

El espigón era un enorme saliente de tierra, de más o menos un kilómetro de largo, que se adentraba imponente en las profundidades del océano. Estaba en la capital, a pocos minutos caminando de las casas. Por ello, era fácil encontrar, a diario, gran afluencia de pescadores, que trataban de aglutinarse, lo más posible, en las zonas más distales de esta lengua de tierra en el agua, con la idea de pescar algo más y mejor. Este rompeolas protegía a un diminuto puerto en el que se alojaban unos treinta o cuarenta pequeños barcos, que diariamente salían a faenar en la espesura del mar.

Con la luna todavía visible y con alguna que otra estrella en el cielo, llegamos al sitio fijado. Aparcamos sin dificultad, debido a la tempranera hora. Pillamos los trastos  y empezamos a caminar hacia la punta del espigón. En lo que llegábamos, desapareció la oscuridad y empezó a clarearse un poco la mañana. Ese día no había nadie, salvo las gaviotas y multitud de pájaros marinos que deambulaban por esa zona en busca de algo que echarse al pico. Esto podía ser debido a que, ese día, hacía mucho viento del sur. a nosotros nos daba lo mismo, era agradable ver que, por un día, toda la zona de pesca era para nosotros.

Comenzamos a pescar de cara al viento, lanzando hacia la zona más profunda y después de poner todo tipo de peces artificiales, algún que otro jig y varios vinilos, empezamos a tener la sensación de que ese sería otro día como tantos, uno de esos en los que volvíamos a casa con las manos vacías. Además, el viento de cara era muy fuerte y hacia muy molesto el lanzado y por consiguiente la pesca.
Con la decepción ya dentro de nosotros, barajamos la opción de marcharnos a llenar el buche con un buen desayuno. Finalmente, decidimos probar a pescar de espaldas al viento. Alentados  ante la visión de un banco de peces pasto, jugosas golosinas para cualquier tipo de pez depredador. Dicho y hecho, a lanzar como posesos. Daba gusto zarandear la caña y ver como la muestra, ayudada por el viento, sacaba y sacaba hilo en pos de un vertiginoso vuelo que terminaba en el agua a una gran distancia. Pero salvo esta gratificación, nada. Continuaba nuestra mala racha y no había forma de capturar ningún pescado.

Pasado un buen rato y después de recorrer varias veces el espigón de arriba abajo, uno de nosotros decidió cambiar de tercio y tratar de pescar algún pulpo que se encontrase por la zona. Dejar de lado los señuelos artificiales y colocar una gran potera en el final de la línea al que sujetar un buen pedazo de sardina. Sabroso bocado, listo para la degustar, por tan deseado cefalópodo.
Estando abstraído en cortar, anudar y preparar el nuevo cebo, se escucha el desgarrador sonido del carrete forzado. Por lo visto, el pulpo tendría que esperar todavía un buen rato. Un “rapala” imitación caballa y las buenas artes pesqueras habían hecho bien su trabajo y habían conseguido engañar a un gran pescado. Tocaba trabajar.

En un abrir y cerrar de ojos el pescado ya tenía sacado casi medio carrete de hilo. Debía de ser enorme. Tras este fulgurante inicio, el pez pareció relajarse y dejarse hacer. Poco a poco se empezó a recuperar el sedal perdido y en menos de diez minutos estaba ante nuestros ojos la magnífica presencia de un imponente atún. Reconocido al instante por su estilizada silueta y su brillante color gris azulado. Ante la impasividad del pez empezamos a recorrer, con el bicho enganchado, los más de cien metros que había, hasta el único sitio por el que podíamos acceder a él.  Unas escaleras por las que se embarcaba y desembarcaba a los pocos barcos que había en el puerto, zona de ya poca hondura. El lugar perfecto para poder echarle mano.

Bien porque los anzuelos del señuelo empezaban hacer más daño, bien porque empezó a darse cuenta de que la profundidad del agua mermaba o por lo que fuese, la conducta del pez cambió. Vuelta a tirar como un poseso. Sacando, otra vez, en pocos segundos una gran cantidad de metros de tanza. Vuelta a empezar. Cuarenta minutos de lucha, de ida y vuelta del pescado, de un intenso tira y afloja, que terminó con el pez a unos metros de la orilla, dando vueltas sobre sí mismo, unido a nosotros por el fino sedal.

La tensión de ver un atún a tan solo unos pocos metros, hizo que nos planteásemos alguna que otra idea un poco peregrina. Eso de quitarnos zapatos, calcetines y pantalones  y meternos en el agua tras el ya bastante cansado pez, como que podría resultar algo marciano. Más que nada, porque las probabilidades de que el pez liase el nailon en torno nuestra y acabase con nuestros huesos en el aguan y el marchándose, eran muy altas. Así que tocó seguir, con  sangre fría, esperando que el fenomenal atún se cansase un poquito más.

Las vueltas concéntricas que daba el pez, le hicieron ir acercándose más y más a la orilla, hasta que finalmente estuvo a tiro de piedra. Pasaba cada pocos instantes a nuestro lado, como un patito de feria, cosa que aprovechábamos para intentar pillarlo por la cola, o por donde se pudiese. Lo tocábamos e incluso había ocasiones en las que lo cogíamos, pero se zamarreaba y se escabullía. Finalmente el animal extenuado acabo por rendirse, se dejó y vino mansamente hasta donde estábamos, sacándolo finalmente del agua.

Impresionante atún. Con él, cogido por la cola, recorrimos el camino de vuelta al coche, esperando poder toparnos con algún que otro pescador ante el que presumir. Pero ese día, el viento parecía ser demasiado y nadie decidió acercarse al espigón. Bendito aire.



Costana



Por fin llegó el día. 7:00 de la mañana y suena el despertador. Te levantas a toda prisa y te vistes con ropa que hacía tiempo no te ponías, esa que sólo usas cuando sales al monte. Engulles corriendo el desayuno. Mientras, te haces un bocadillo. Sales pitando a por el perro. Éste, al verte, se pone más nervioso que tú mismo. Lo subes al trasportín y a su vez al coche. Revisión de escopeta y cartuchos de última hora y ya estás listo para el inicio de otra nueva temporada.
Llegas donde siempre, donde todos los años empiezas, la fatídica costana. Una ladera de unos tres kilómetros de largo, con una pendiente brutal. Que se caza de dos veces, una de ida por arriba, y otra de vuelta por la parte más bajera. Llena de escobas, de todos los tamaños y medidas, con zarzales inmensos y plagada de riscos de mil de formas. Una loma en la que encuentran refugio las perdices más bravías de la zona. Esas que se lanzan montaña abajo a la velocidad de la luz  y desaparecen de tu vista en un abrir y cerrar de ojos. Duras y curtidas perdices que cuesta mucho cazar y que, por eso, enorgullece a uno poder abatir.
Aparcas el coche y abres al perro, este parece como fuera de sí. Corre de un lado para otro, da vueltas al coche, salta sobre ti… parece un niño en un parque de atracciones, queriendo montar en todas a la vez y no montando en ninguna.
Tras unas cuantas voces y silbidos, consigues calmarlo un poco y te pones en marcha. Comienzas por el lado derecho de la costana, con el aire de cara. El perro parece entonarse y empieza a pegarse al suelo. Encuentra algún que otro rastro de conejo, que al parecer, ha merodeado, por la noche, por esos parajes. Avanzas un poco y llegas a unos peñascos, aquellos en los que, el año pasado, hiciste el doblete. Te acercas impaciente y muy alerta, a ver si con suerte se vuelve a repetir. Pero te asomas y nada. Asimismo, tu canino compañero de fatigas da un par de vueltas por los alrededores, tras ello, se para y te mira como diciendo “podemos seguir, aquí no hay nada”. Te decepciona un poco no haber visto ni rastro, pero es muy pronto y todavía queda mucha mañana.
Continúas sorteando pedruscos y esquivando maleza y zarzas, todavía algo húmedas por el rocío mañanero. Al saltar desde una piedra, escuchas el inconfundible aleteo de una perdiz que se arranca, por debajo de ti, tras una inmensa escoba. No la ves hasta que esta fuera de tiro, a unos ciento y pico metros. “Hasta otra, bonita”, piensas para tus adentros, mientras te recome el hecho de no haber entrado un poco más abajo, donde podrías haberla tirado a huevo. El próximo día será.
Sigues adelante, peleándote con todos los obstáculos que la ladera pone a tu paso. Llevándote los primeros arañazos y levantándote de alguna que otra caída, debida a lo abrupto del terreno. Nuestro amigo el perro, sigue incansable, recorriendo todos los huecos y escondites que plantea la costana. Pero nada, parece que este año la perdiz no ha criado muy bien por esta zona.
Llegando al final de la loma, en una pequeña vaguada, ves como tu fiel amigo se muestra muy activo en un pequeño escobar. Te apresuras a colocarte en un lugar un poco por debajo, una zona donde crees que podrías, por lo menos, hacer un buen tiro. Te subes en una piedra un poco elevada, que te permite ver justo por encima de las copas de los matojos. Desde ahí, aprecias como trabaja el perro. Yendo de un lado para otro tras los efluvios de las patirrojas. De repente, desaparece el perro. Todo es silencio, todo es emoción. Tras unos segundos de incertidumbre, a unos quince o veinte metros, ves elevarse dos perdices por encima de las verdes escobas. Te echas la escopeta a la cara y rápidamente consigues poner el punto rojo del visor del cañón un poquito por delante de la silueta del pájaro. Aprietas el gatillo y tras el fogonazo, ves como se descuelga. En milésimas de segundo, buscas a su compañera y no tardas en apuntarla. Esta está un poco más larga. Aun así, decides disparar. El segundo tiro no es efectivo y observas como poco a poco, la perdiz, se pierde en el horizonte, con un veloz pero elegante vuelo.
Llamas corriendo al perro, al grito de “muerta, muerta” y el animal acude a ti como un rayo, sabiendo que le toca hacer su trabajo. Le indicas mediante gestos, una zona, donde crees que ha caído la pieza y éste desaparece entre la maleza en busca de nuestro premio. Al cabo de unos treinta segundos acude con la perdiz en la boca, que lentamente te suelta a los pies. Le recompensas con un pequeño trozo de salchicha y te deshaces en caricias y halagos por el buen trabajo realizado. Tras esto, atusas el pájaro. Un bonito macho, no excesivamente viejo, pero con unas cuantas primaveras encima. La primera de la temporada.
Sigues un poco más adelante y llegas a la pared que marca el fin de la costana. Te sientas en una piedra y te comes el bocadillo rememorando el lance. Descansas un poco y tomas fuerzas. Todavía queda volver por la costana.


Último Lance



Tres días de ir y venir por el pantano, de recorrer una y otra vez los mismos sitos en los que otrora obteníamos muchas y buenas capturas, pero este año nada. Algún que otro pequeño lucio sacado con mucho esfuerzo y poco más. Será porque este año la sequía es evidente o porque hemos venido unas semanas antes de lo habitual o por cualquier otra cosas. Sea lo que sea, ese año no hay forma de pillar otra cosa que no sean algas o maleza del fondo del agua.
Después de comer y tras discutir donde tratar de mejorar nuestra suerte, decidimos probar en un sitio nuevo. Uno que, nos dijeron que solía dar muy buenos resultados y al que nunca hasta entonces habíamos ido. Una zona cercana, próxima a la casa rural donde nos alojamos. Al lado de una potabilizadora de agua. Un sitio de apariencia excepcional, con colas buenas y profundas y algún que otro cortado. Sitios perfectos donde encontrar algún que otro buen pez que nos alegre el día.
Empezamos como siempre, muy animados por la buena pinta del lugar elegido para pasar la tarde. Pero poco a poco el desaliento se apodera de nosotros. Tras dos horas de lanzar y recoger como posesos y poner y quitar todo tipo de señuelos, sólo obtenemos dos picadas y la captura de un diminuto ejemplar de lucio (Ese resultado para cuatro pescadores es una miseria y nada aceptable comparado con las capturas hechas, en el mismo pantano, otros años).
Debatimos la posibilidad de rendirnos y regresar a casa como los días anteriores, con las manos en los bolsillos y con las ilusiones tiradas por tierra, pero todavía nos queda un poquito de fe y seguimos adelante lanzando y recogiendo.
Pasa otra hora y media fatídica, en la que no sólo no pescamos nada, sino que, debido a la ortografía del terreno subacuático, perdemos unos cuantos señuelos. Esto nos termina de matar. Finalmente parece que el pantano ha podido con nosotros. Habrá que retirarse y pensar otra nueva estrategia para el día venidero.
Ultimo lance. Uno más entre el millón de lances que se habrán hecho durante estos días. Limpias la muestra de algas (en este caso un pikie de color natural, que el año pasado dio unos resultados excelentes), inclinas la caña hacia atrás y con un golpe de brazo y muñeca, zarandeas la barra elástica que propulsa la muestra sujeta al hilo. Un buen lance. 35-40 metros. Al golpear en el agua hace un pequeño ruido que ni aprecias, debido al cansancio acumulado de estos días y a la inapetencia de todo, que ya tienes, después de los malos resultados. Dejas abierto el carrete, que poco a poco sigue sacando hilo, hasta que la muestra toca fondo. Con paciencia cierras el carrete y das dos golpecitos a la caña, con la puntera de ésta elevada, para hacer que, al final de la línea, el vinilo que hay se mueva y retuerza, siendo apetecible para cualquier pez. Seguidamente, agachas la caña mientras recoges sedal y repites la operación. Dos golpecitos, agachas la caña lentamente mientras recoges; dos golpecitos, agachas la caña lentamente mientras recoges; dos golpecitos….
En una de estas, sientes un pequeño parón en la línea, que inmediatamente vuelve a su estado normal. No le das mucha importancia. Será otra de esas algas que nos llevan acompañando toda la jornada o alguna roca que se ha interpuesto en la carrera del señuelo. Sigues con tu rutina. Dos golpecitos, agachas la caña lentamente mientras recoges, dos golpecitos y notas un fuerte tirón que hace que se doble bruscamente la puntera. Enderezas la caña, dando un golpe firme y seco, no muy fuerte, pero lo suficiente para que es pescado se clave al anzuelo.
Empieza la batalla. El pez, viéndose sujeto a algo y molesto por el anzuelo que hay aferrado a su boca emprende una veloz carrera en dirección a zonas más profundas, haciendo cantar el freno del carrete y sacudiendo la caña que se mueve como un débil junco zarandeado por el viento. Esto es lo que esperaba todos estos días, un gran pez. Empieza el juego del tira y afloja. Recogiendo hilo con mucha dificultad, consigues acercarlo unos metros, él, al verse cerca de la orilla, tira como un poseso, sacando otra vez el poco hilo que con tanto esfuerzo conseguiste recoger y así repetidas veces. Este baile dura unos 15 minutos, hasta que al final, nuestro gran y querido amigo se cansa, decide rendirse y darnos la victoria. Poco a poco se acerca fatigado a la orilla, viene ladeado y con media cabeza fuera, hasta tocar tierra, donde podemos cogerlo y desanzuelarlo.
Bonito ejemplar, el más grande capturado en todos los años que hemos venido. Reportaje fotográfico y vuelta al agua. Se le lava y zarandea para oxigenarlo, hasta que el animal recupera un poco las fuerzas y se marcha lenta y fatigosamente hacia las profundidades del pantano. Creo que por hoy, te has merecido un buen descaso, compañero.
Todos regresamos a casa, con mucho cansancio a las espaldas, pero con la satisfacción de poder decir, que antes de volver,” hicimos un último lance”.



Luna Lunera



18:32 de la tarde y tras recorrer 735km llego a mi destino. Al bajar del coche te das cuenta de que, a pesar de ser mediados de Noviembre, esto no es Salamanca y aquí el sol aprieta. Saludos y abrazos a los compañeros que hace tiempo que no ves. Descarga el coche y deja los bultos por donde se pueda, pilla rifle y linterna, que el todoterreno espera y hay que ir al monte, que un cochino enorme está entrando en un puesto.
Hora y poco más de viaje y ya estamos en el coto. Bonito paraje de traviesas de almendros que se pierden en el horizonte. Mi puesto está en el centro de una de esas traviesas (allí conocidos como bancales). Me sueltan con mi rifle y mi linterna y me dicen que los cochinos entrarán a las almendras caídas que no se han recogido y que tenga cuidado que está entrando uno muy grande. Yo, hombre criado en zona más bien boscosa y espesa pienso para mis adentros “esto es un secarral y como que poco cochino va a entrar aquí”.
Preparo el rifle, colocando la linterna encima del visor y el pulsador cerca del dedo pulgar de la mano izquierda, compruebo un par de veces si la linterna funciona enfocando el suelo y a pesar de ser todavía día bien entrado, se aprecia que echa un buen chorro de luz. Lleno el cargador de balas (no vaya a ser que tengan razón y entren varios cochinos) y por ultimo ajusto los aumentos del visor para poder tirar bien a, más o menos, unos 60 metros.
Poco a poco cae la noche, y con la expectación y la atención puesta a cualquier movimiento que pueda haber, salen las estrellas y con ellas la luna. Una media luna creciente, con una luz ideal, que aparece muy pronto y nos acompaña hasta muy tarde. Las estrellas no solo traen consigo a la luna, sino que, pegada a ellas, hace su aparición una brisilla fría que se clava como un cuchillo helado. ¿Quien ha dicho que por el sur no hace frio? Me tiemblan hasta las canillas, dejo el rifle y busco como un loco los guantes y el gorro en la mochila y a pesar de ponérmelos el frio no se pasa. Entonces recuerdo que debajo de mí, a un lado, en la oscuridad, hay un terraplén que puede servirme bien de cortafríos. Bajo con cuidado y me siento en el suelo buscando resguardarme. Olvidándome un poco de los cochinos y pensando si todo esto no será una mala broma de mis compañeros, porque yo, en ese momento, sigo pensando que donde estoy es un secarral y difícil veo que ningún jabalí quiera personarse allí.
El terraplén hace bien su función y poco a poco empiezo a entrar en calor, lo que no quiere decir que no siga teniendo frio. Pero esto ya es otra cosa, estoy más o menos bien, a gusto, sentado, disfrutando de la incomparable visión de un magnifico cielo estrellado y acompañado por mi amiga la luna. ¿Qué más se puede pedir?
Una vez entrado en calor y viendo que el tiempo pasa y que, como yo creía, en ese erial es prácticamente imposible que entre otra cosas que no sea frio, me pongo a pensar en mis cosas y a divagar sobre banalidades que no llevan a ningún lado pero, que por así decirlo, matan el tiempo.
Estando ensimismado en lo mío, a lo lejos, creo intuir que un bulto sospechoso se mueve entre los almendros. En un primer momento creo que es una broma que me gastan la luna con sus luces y sombras y las ramas  de los almendros. Pero tras observar con atención, me doy cuenta de que no, de que se mueve algo y no sé lo que es. Encaro el rifle y miro por el visor y tras un poco de desconcierto, intentando localizar lo que creo que se mueve, veo que realmente hay un bulto negro que se desplaza lenta y silenciosamente por el “bancal”, entre los almendros.
Me paro unos segundos, extasiado por la sorpresa y después de esto, decido echarle la luz y ver qué pasa. Encaro lentamente el rifle, pongo el bulto en el visor y muy despacio aprieto el pulsador, que instantáneamente ilumina la zona. Allí está, majestuoso, imponente, elegantemente tosco. Al verse alumbrado levanta la cabeza y mira desconfiado. Momento que aprovecho para colocar la cruz del visor en una zona donde yo creo que es mortal de necesidad. Con mucha suavidad aprieto el gatillo, el tiro me sorprende y con el retroceso del rifle, el dedo deja de hacer presión sobre el pulsador y todo se vuelve oscuridad. Milésimas de segundo en las que se me pasan por la cabeza muchas cosas a la vez: lo habré dado, lo habré fallado, estará herido, no se le oye correr…. Rápidamente vuelvo a dar el pulsador de la linterna y allí esta caído, inerte e inmóvil, negro como el carbon sobre una tierra más bien blanca.
Ya no tengo frio, ni guantes, ni gorro hacen falta ya. Me acerco y veo que no respira. Un bonito ejemplar de unos 70 kg. No es el gran macho que esperaba, pero estoy contento, he disfrutado del campo, del frio y de mi amiga, la luna.



martes, 7 de mayo de 2013

Comenzamos


Monteados, es un blog que pretende reflejar por medio de relatos de caza y de pesca, vivencias tenidas durante la práctica de estas dos aficiones.

En lo referente a caza, intentaremos abordar varios y distintos temas. Entre los que podemos destacar la caza menor con perro (en la que el can se convierte en principal protagonista), lances de monterías, tiradas a zorzales, esperas nocturnas y todo aquello que se nos vaya ocurriendo y sucediendo.

Por su parte, correspondiendo con la pesca, trataremos también temas muy variados. Desde la pesca en mar desde acantilados, hasta en ríos con cebo vivo, pasando por pesca a spinning, pesca de cangrejos con retel y como anteriormente mencionamos todo aquello que nos vaya surgiendo.

Sin más, nos ponemos en marcha, esperando poder satisfacer a aquellos que decidáis leer lo escrito y agradeciendo cualquier comentario que se haga sobre lo publicado. A disfrutarlo.