martes, 5 de enero de 2016

Rápidos

Dieciocho grados en la calle, pero en el coche parece hacer unos treinta. No tiene aire acondicionado y el vehículo va hasta los topes. Somos cuatro los que hemos decidido probar suerte en el río, a ver que nos depara la tarde. Rodeándonos y llenando el espacio del interior del coche hay todo tipos de ensere y trastos para la práctica de la pesca. Desde sillas plegables, hasta sacaderas, pasando por un sin fin de cañas, carretes, plomos y aperos y aparejos de todo tipo de formas, tamaños y medidas. Nuestra intención es que algo se enganche en el azuelo, el qué, eso ya es otra cosa.

Es bien entrada la primavera, la vegetación y el campo están ya en su máximo esplendor. Según parece y de acuerdo con otras fechas, es época de bogas, que se aglutinan en los grandes charcos deseosas de saciar su gran apetito tras el largo invierno. Asimismo es tiempo de que el barbo sienta la llamada de la naturaleza y decida emprender su vertiginosa carrera, hacia lo más alto del río, en pos de una freza y posterior desove. Buen momento para que alguno de estos ejemplares se dejen engañar por nuestras tretas y artimañas pesqueras.

Llegamos al lugar indicado. Un sitio donde el río se estrecha un poco, haciendo con esto que aparezcan pozas de gran profundidad mezcladas con zonas de pequeños rápidos. Lugares ideales para que estén apostados los grandes barbos que perseguimos, así como las numerosas bogas que pueblan todo el agua.

Descargamos el coche a una velocidad increíble. El día está maravilloso y los peces nos esperan. Descendemos como buenamente podemos desde el aparcamiento hasta el río. Y nos distribuimos a lo largo de la orilla de este, en los apostaderos en los que cada uno considera más oportuno para poder sacar la mayor cantidad y calidad de pescados.

Decido aposentarme en una zona con una pinta espectacular. Un pequeño rápido de unos dos metros de ancho y de una considerable profundidad, que desaparece debajo de una gran piedra y desemboca a un inmenso charco de en torno a un metro de profundidad. En el que, ante la transparencia del agua, pueden apreciarse una gran multitud de bogas, alburnos y algún que otro barbo de no excesivo tamaño.

Con un equipo sencillo, formado por una caña, carrete, sedal, bolla, plomos y anzuelo, me dispongo a pescar. Como cebo puedo elegir entre el asticotoh (gusano de no mas de medio centímetro de largo y colores oscilantes entre blanco y rojo) y gusarapa (larva de insecto no eclosionada que se captura rebuscando debajo de las piedras de riachuelos de poco caudal). Mi primer objetivo son las bogas que se ven tan abundantes en el gran charco sobre el que me encuentro. Por lo que decido montar un anzuelo pequeño y una bolla sensible y pongo un gusano de color rojo, suculento reclamo para estos peces.

Pasan los minutos y con ellos la primera hora y a pesar de que alguno de mis compañeros comenta que se le esta dando muy bien y que lleva ya varias bogas, a mi se me resisten y por más que vario de sitio al que lanzar y cambio de gusano y señuelo con el que intentar engañar a algún pescado, me es imposible.

Ya algo aburrido de que no piquen y dejando olvidada un poco la resplandeciente veleta, me fijo en que de cuando en cuando algún que otro bonito barbo se introduce en las profundidades de la cueva que conforma la enorme piedra, que hay en la cabecera del charco, en dirección al rápido que la precede. Tras ver esto me propongo variar mi estrategia. Cambio el sistema que tenía y dejo sólo puesto el anzuelo y un par de plomos y como golosina para los peces pruebo con la gusarapa. Asimismo olvido el flamante charco plagado de peces y me dispongo a pescar en el veloz y torrencial rápido de agua.

Lanzo el aparejo al agua, tensando un poquito el hilo para que la corriente no se lo lleve excesivamente rápido y haciendo así, de esta forma, que los plomos realicen su trabajo y arrastren al fondo el exquisito bocado. Poco a poco todo el equipo desciende río abajo y cuando el anzuelo parece estar a pocos metros de la cueva que crea la roca, noto un pequeño tironcito, seguido de un gran latigazo que hace que la puntera de la caña se doble violentamente. Enderezo la caña y comienzo a recoger sedal con el carrete. El pescado, al sentirse capturado, se lanza violentamente río abajo, ayudado por la fuerza del agua saca algún que otro metro de hilo. Aprieto un poco el freno y entablo batalla con tal formidable adversario. Lentamente y dirigiéndolo con la caña, intento alejarlo todo lo posible de las zonas de más corriente, manteniendo en todo momento la tensión entre el pescado y la linea. Tras unos minutos de lucha y de idas y venidas a lo largo del rápido el animal se cansa y muy despacio consigo traerlo hasta la orilla y sacarlo del agua.

Un magnifico barbo de más o menos un kilo y medio de peso. Un luchador incansable con el que he disfrutado de un muy buen rato. Rápidamente lo devuelvo al agua, es momento de que continúe su camino hacia lo más alto del río.

El tiempo pasa y los lances se repiten. He dado con el lugar y con el señuelo. En apenas dos horas saco otros seis magníficos barbos. La tarde pinta mucho mejor de como se atisbaba al principio. Bonito día, bonito lugar y maravillosa pesca. Se puede pedir algo más?


   



miércoles, 4 de diciembre de 2013

Sueños Rotos

Hay noches en las que cuesta dormir, en las que es imposible conciliar el sueño, en las que por mucho que lo intentas no te sale de la cabeza esa obsesión que has tenido todo el día encima. Le das vueltas y más vueltas a ese lance, a esos escasos segundos en los que tuviste la ocasión de caer aquella maravillosa perdiz, que te salio tan “a huevo” y que por algún extraño capricho del destino fallaste.

Es difícil olvidar aquel momento, en el que yendo por el campo, acompañado sólo por la escopeta y el perro, notas que tu compañero de cuatro patas comienza a inquietarse, a pegar el hocico más de lo normal al suelo, a bullir impaciente de una a otra mata meneando el rabo como un poseso, detrás de las emanaciones que deja la esquiva perdiz. Hasta que por fin y tras haber recorrido varios metros, se para en seco delante de una escoba, indicando que la patirroja se ha cansado de caminar y que se esconde aplastada, entre la maleza, intentando darnos esquinazo. Despacio, muy despacio te colocas detrás del perro, quitas el seguro al arma apoyandola ligeramente sobre el hombro. Listo para disparar. A una mínima señal, el perro, se lanza como una centella sobre la mata, haciendo de esta forma que la perdiz salga volando a no más de tres metros de nuestra posición. Rápidamente encaras el arma, posas el punto rojo, que hace las veces de mira en la escopeta, sobre el pájaro, adelantas un poco el tiro y aprietas el gatillo. Mientras tanto, en tu cabeza, se hace presente la imagen de la pieza arrugada por el tiro, de ver como da vueltas y vueltas hasta caer al suelo. Pero eso no sucede. Tras el fogonazo, la perdiz, muy lejos de arrugarse, sigue volando. Un poco descongraciado, metes otra vez el pájaro en el visor, adelantas un poco más el tiro y vuelves a disparar. Diciendo para tus adentros “de este si que no te escapas”. Pero igual que con el anterior tiro, la veloz patirroja lo esquiva y continua su frenético vuelo perdiéndose en la lejanía.

Observas embobado como la perdiz desaparece de tu vista. El perro te mira como diciendo “yo he cumplido, el error ha sido tuyo”. Tras esto, miras la escopeta, la abres y sacas las vainas de los poco productivos cartuchos. Piensas para tus adentros como es posible haber podido fallar ese tiro. Buscas explicaciones de una u otra forma y manera “los cartuchos están mal, no abren bien el tiro, la escopeta no va bien, fijo que se ha ido pegada con algún perdigón...”. Intentas poner cualquier pretexto que justifique el fallo y que te exculpe a ti del error. Pero realmente la pifia es tuya, ni de la escopeta, ni de los cartuchos, ni de nada. Con el ansia del tiro, o bien no apuntaste realmente tan bien como tu creías (te quedaste embelesado con la pieza y no enrasaste bien), o no adelantaste lo suficiente el disparo, o por el contrario lo adelantaste demasiado. Fuese lo que fuese, fuiste tu, y en el fondo eso lo sabes. Lo único es, que tratas de convencerte de que no tienes la culpa de haber errado un disparo aparentemente tan sencillo.

Este tipo de lances son los que te quitan el sueño, los que no te dejan dormir a gusto. Los que repasas muchas veces mentalmente, buscando minuciosamente donde puede estar el fallo. Rememoras la película de lo acontecido en el cine de tu cabeza, apuntando y disparando una y mil veces a esa esquiva perdiz, que en todas las ocasiones se sale con la suya y consigue marcharse, llevándose como recuerdo, dos tiros en el bolsillo y alejándose velozmente hacia un horizonte borroso.

Poco a poco y con el pasar de los días vas dejando aparcado este recuerdo. Sustituyéndolo por algún que otro fallo más a sumar en la, por desgracia, abultada lista, o por el contrario, haciendo presente algún lance espectacular llevado a termino satisfactoriamente. Aún así, este corto momento, siempre vuelve a la memoria cuando pasas por aquella zona, cuando regresas a esa misma mata, cuando esperas que el perro vuelva a mostrarse nervioso y se pare en seco indicando la presencia de una perdiz, la cual te pueda dar la oportunidad de resarcirte de aquel inolvidable fallo.


Esto es lo realmente bonito de la caza, lo inexplicable y caprichoso que tiene este arte. El errar lances aparentemente sencillos y por otro lado acertar tiros prácticamente imposibles. Escasos segundos que se guardan en la retentiva para siempre y a los cuales se regresa una y otra vez, reviviéndolos para gozo o frustración del protagonista.


martes, 26 de noviembre de 2013

Marzo, Tiempo de Truchas

Por fin el invierno parece irse, con ello vienen las hojas en los árboles, las flores, el verdor del campo, el trinar masivo de los pájaros y todas esas cosas que nos hacen ver, que el campo, empieza a engalanarse con la opulencia de la primavera.

Son mediados de marzo y como todos los años, por estas fechas, llegan las truchas. Esas esquivas y asustadizas truchas de alta montaña. Astutas y correosas, que se esconden el en los recovecos y ranuras que dejan las abundantes piedras del río. Características por su pequeño tamaño, debido a la altitud de su hábitat, pero no por ello, menos bravas.

El río, más que río una garganta, tiene agua no muy abundante en su cauce. Llena de muchos y diversos charcos, de escueto tamaño y no excesiva profundidad, en los que viven los tan ansiados peces. El poco caudal de sus aguas, lo abrupto del terreno y la abundante vegetación de los alrededores, hacen muy complicado el deambular por su rivera. Aún así, toda dificultad es poca cuando desde pequeño has mamado la pesca de este tipo de truchas.

Es temprano, muy temprano. Por la ventana del comedor se puede ver que las luces tenues de las farolas todavía iluminan las calles. Revisión del rudimentario y simple equipo. Caña de unos cinco metros, ya mayor y llena de marcas y arañazos debido a las miles de batallas a sus espaldas; carrete simple y lo más ligero posible, asiduo compañero de la caña; sedal de un diámetro fino, para engañar lo mejor posible a las truchas; anzuelo del número seis y dos plomos de poco gramaje unidos al sedal en el bajo de línea. Como cebo, una lombriz de tierra, suculento bocado para cualquier tipo de pez de río. Solo falta calzarnos las botas de goma, imprescindibles para poder pasar las dificultades y trabas que la garganta nos propone. Listo para pescar.

Salgo de casa y lentamente comienza la subida de la pronunciada pendiente que me lleva a donde supongo que se encentran las mejores truchas. Tras un buen paseíto, la mañana empieza a despertar y las primeras luces del alba comienzan a aparecer. Es buena hora. Montados los cinco metros de caña y colocada la lombriz en el afilado anzuelo, me pongo manos a la obra.

Primer charco y primer lance. Una poza de unos dos metros de diámetro, con un fluir de agua bastante vivo y una profundidad que varía de medio a un metro. Poso el engaño sobre un lateral de la corriente, haciendo así, que el señuelo baje, a lo largo del charco, a la velocidad que marca el cauce. Esperando que alguna buena trucha esté apostada, acechando el primer bocado del día. Después de siete pasadas de sedal, ningún resultado. Será que hoy no tienen apetito.

Continúo pescando, lanzando en uno y otro charco de la sinuosa garganta, mientras me peleo con la maleza de sus márgenes. Pero, salvo algún que otro enganchón de los plomos o el anzuelo con las piedras o con alguna rama del fondo del río, nada. No hay noticias de las esquivas pintonas.

Ascendiendo por el riachuelo, mientras la mañana se vuelve más clara, llegando a una pequeña poza. Diminuta, de poco más de medio metro de diámetro, pero que parece tener una hondura considerable. Tras dudar un momento, coloco la lombriz en sus aguas. Al poco de caer el engaño, templo el sedal y comienzo a sentir pequeños tirocinios provenientes del final de la tanza, que hacen que se doble, débilmente, la puntera de la caña. Aflojo el hilo un poco y pasado un escaso segundo vuelvo a templar, notando una pequeña tensión. Rápido tirón del hilo mientras elevo la caña a la vez, haciendo así, que una pequeña trucha salga disparada del agua. El vuelo la hace caer en uno de los márgenes, donde la recojo y observo que no tiene más de unos doce centímetros de largo. Me apresuro a devolverla y el minúsculo pescado se escabulle veloz entre mis manos, buscando refugio debajo de una piedra.” Para el año que viene darás la talla”.

Continúo mi marcha por el río, tirando y lanzando allí donde creo que será buen lugar para que esté esperando mi engaño una trucha. Saco un par de ellas más, de pequeño tamaño, que regreso al agua tan rápido como me es posible. Asimismo, la maleza del fondo del río se queda con algún que otro anzuelo. No todo van a ser ganancias.

Impresionante charco se muestra ante mí. Largo y profundo. Tiene muy buena pinta. Pongo una lombriz nueva y la tiro al agua esperanzado. Este charco debe de tener varias y buenas truchas. Cuando el cebo está hacia la mitad de la poza, noto un gran tirón del hilo, que hace que la puntera de la larga caña se introduzca en el agua. Inmediatamente, cachetazo a la caña, arreón del hilo y con gran esfuerzo sale del agua una espectacular trucha de unos treinta centímetros. Corro apresurado hacia el lugar donde ha caído, entre unos helechos del margen izquierdo. Tras buscar en la abundante vegetación, encuentro el precioso pez. Es muy grande para lo que se suele pescar en este río.


Sigo montaña arriba, embelesado en los charcos y las truchas. Sin enterarme de que las horas pasan y pasan. El calor empieza a apretar y me doy cuenta de que ya es tarde, que es hora de dejarlo por hoy y regresar. La mañana no se ha dado mal, varias picadas y alguna que otra trucha. Recojo los bártulos y salgo del río. Todavía me queda un buen paseo hasta llegar a casa. Pero esta vez será cuesta abajo.


lunes, 11 de noviembre de 2013

El Batamanto

Duras se hacen las noches cuando uno está solo en el campo, cuando todo se escucha y nada se ve. Largos se vuelven los minutos y las horas en los que nada más te acompañan las estrellas, cuando el monte calla y no se atisba presencia de otra cosa que no sea oscuridad y silencio. Estar callado, parado, quieto, en un puesto, pasando frío, esperando que los esquivos animales olviden un poco su natural desconfianza, que el hambre se apodere de ellos y entren a la plaza donde les esperamos con el rifle.

Hoy el día será distinto, hoy no estaré solo en el monte. Al puesto, conmigo, viene un compañero. Alguien con el que compartir las penurias del tiempo y el acoso de los insaciables mosquitos. Dos ojos y oídos más, que serán de gran ayuda en lo negro del ocaso.

Tras recorrer numerosas pistas, trochas y caminos por sorprendentes parajes, llegamos al lugar elegido. Una bonita siembra de cereal, de altura ya más que considerable, rodeada por montañas y cobijada dentro de una gran espesura vegetal. La monotonía de lo sembrado se rompe con la aparición de un montículo de piedras en el medio de este mar de espigas. Coronando esta atalaya pedregosa se encuentra un imponente pino, que esta noche hará las veces de cobijo, guarida y escondite, ya que debajo de sus ramas, se nos ofrece una vista inmejorable de donde se prevé entraran los jabalíes.

Parece que la noche será fría, por lo que toca ponerse más de una capa de ropa por encima. Mi hoy compañero porta un extraño enser de abrigo, lo denomina “batamanta” y acorde con el campo tiene un bonito estampado de camuflaje. Como su nombre indica, es una manta con mangas, diseñado para soportar bajas temperaturas. Esperemos que le sea de gran utilidad.

Nos colocamos debajo del pino, sentados y usando de respaldo su majestuoso tronco, con una disposición un tanto inusual. Con nuestras espaldas y el árbol como eje, formamos un angulo de noventa grados, de tal forma que uno tiene visión directa al comedero, mientras que el otro otea la espesura de la siembra. Así consideramos que sera muy difícil que algo se pueda escapar a nuestros sentidos.

Pasan las horas y por el momento no hay señales de que ningún esquivo guarro quiera hacer acto de presencia. Todo es silencio, todo es armonía. De vez en cuando, esta paz, es rota por el canto de un pequeño grillo o el revoloteo de un murciélago, que esta haciendo el agosto con los innumerables mosquitos.

En medio de este océano de calma, el tan preciado silencio desaparece. Se escucha un ruido, un pequeño bufido, apenas imperceptible. Conforme pasan los minutos se va haciendo más y más fuerte. El corazón parece querer salirse del pecho. El sonido se mantiene y poco a poco intento fijar la procedencia de este. Tras buscar durante un buen rato con los oídos en la espesura del campo, me doy cuenta de que el ruido proviene de un lugar mucho mas cercano de lo que creo. Mi amigo, envuelto en su “batamamta”, ha caído presa de los encantos de Morfeo y duerme plácidamente, apoyado sobre una olorosa planta de romero, profiriendo algún que otro ronquido. Me río para mis adentros y con un pequeño toque en el brazo le despierto. Se mueve un poco sobresaltado, intentando ubicar donde se encuentra. Hemos venido a cazar, no ha dormir.

La oscuridad sigue haciéndose más espesa y ahora si, parece distinguirse a lo lejos y de frente a donde se encuentra mi compañero, como se aproxima hacia nosotros algo. Partir de monte y crujir de ramas en un primer momento, que poco a poco se transforma en un continuo susurro de apartar las vátigas del cereal.

Despacio, muy despacio se aproxima, hasta tenerlo a tan solo unos pocos pasos. La oscuridad es espesa y prácticamente no se ve nada, sólo se distinguen alguna que otra sombra indescifrable. Llega hasta los pies de la pedregosa elevación sobre la que nos encontramos, se para y el silencio se hace total en unos segundos que parecen hacerse eternos. Tras estos, se escucha un tropel en torno a la peana del montículo. Al momento, en un pequeño claro que dejan las espigas de trigo, a unos seis metros de distancia, aparece caminando lentamente un bonito cochino. Se para y levanta lentamente la cabeza, como sabiendo que algo no va bien, que algo no le cuadra y que en el monte hay algo distinto a lo que suele haber. Lentamente apoyo el rifle en el hombro, meto un ojo en el visor y localizo la magnifica cabeza del guarro. Pongo la cruz entre la oreja y la paleta del animal y lentamente aprieto el gatillo. El tiro me sorprende y acto seguido el jabalí cae a plomo en el suelo. Todo vuelve a ser silencio, ya no hay más correrías, ni partir de monte, ni cantos de grillos.

Dejamos el pino, la siembra, el monte y desandamos lo andado con el coche. Sinuosos y tortuosos caminos que nos llevaran de vuelta a casa. Todo el viaje rememoramos el lance, comentamos impresiones y sensaciones vividas. Puede que la “batamanta” sea una especie de amuleto. Esta vez el coche pesa un poco más.






miércoles, 16 de octubre de 2013

Carpas de Primavera

Es abril bien entrado, los días se hacen mucho más largos y el sol empieza a picar cada vez con más fuerza. Toda la tarde caminando detrás de los esquivos black-bass sin conseguir ningún resultado. Será que todavía no a calentado lo suficiente o que la población de estos ha disminuido enormemente en este pantano.

Ante mi se presenta una inmensa cola, de poca profundidad. Un recoveco dónde, del agua, emergen grupos de espadañas y juncos de no mas de un metro de altura. Concentradas en torno a estos conglomerados vegetales y en un reducido espacio, se aprecian cientos de carpas que saltan, giran y corretean salpicando y haciendo parecer que el agua cobra vida.

Decido probar con vinilos, pikies, poper, paseantes, peces artificiales de una y mil formas y tamaños, cucharillas (con una plateada de hoja de oliva logro pillar un barbo de aproximadamente medio kilo) y todo lo que se me viene a la mente que creo pueda ser apetitoso para los pescados, pero ninguno se deja engañar.

A no muchos metros de distancia se encuentra otro pescador, acompañado por el que parece ser su hijo (un niño de unos ocho o nueve años, que inquieto observa todo lo que acontece a su alrededor). Estos tratan, por todos los medios, de hacerse con algún que otro ejemplar, obteniendo un resultado parecido al mio.

Tras varios lances con un pez artificial de unos diez centímetros de largo, mi ahora nuevo compañero, consigue enganchar una carpa por el lomo. Un bonito y dorado ejemplar que saca del agua no sin pocas dificultades. Lo desanzuela y se lo entrega al niño, que alegremente guarda la tan preciada presa en un rejón. Parece ser la primera captura del día.

Me acerco a ellos para ver la pieza y para comentar como y con que se ha desarrollado el lance. Entre chascarrillos de pesca y alguna que otra broma, el lugareño, me dice que él consume dicho pescado y que es un plato muy típico de la zona. Le indico que si quiere, con gusto, le podría ayudar a llenar su cesta, a lo cual accede encantado.

Rebusco entre mis innumerables trastos de pesca, intentando localizar una potera de robo. Un anzuelo de tres ganchos, de un tamaño más que considerable, con el que pretendo capturar alguna que otra buena pieza.

(El robo, es un arte de pesca mediante el cual el pez no pica, sino que es el pescador el encargado de capturar directamente su presa. Requiere tener mucha puntería en el lanzado y recogida del sedal, así como habilidad a la hora de clavar el pescado en el anzuelo. Es un método efectivo de pesca cuando los peces no comen y cuando se pretende llevar las capturas para casa con fines culinarios.)

Dicho y hecho. Ato el triple gancho al final de la linea y me pongo manos a la obra. A unos seis metros de distancia, localizo unas nueve o diez carpas de un peso aproximado de un kilogramo y lanzo mi aparejo. La potera cae unos dos metros mas allá del lugar en el que se encuentran los esquivos pescados. Poco a poco recojo en sedal, acercando el apero a los peces y cuando se encuentra a unos pocos centímetros de estos, doy un fuerte tirón y noto como la caña se tuerce bruscamente y el freno del carrete empieza a cantar una sinfonía celestial para mis oídos. Aprieto el freno y a pelear como un poseso con el poderoso ciprínido. Tras escasos tres minutos de pelea consigo acercarlo a la orilla. Lo saco del agua y le quito el tosco anzuelo que esta aferrado a su lomo. Llamo al niño, que esta ensimismado con el lance. Este se acerca a mi con desconfianza, como un perrillo asustado y tras coger la carpa se aleja corriendo con el pez en sus manos como si le hubiese entregado el tesoro mas preciado. Se lo enseña orgulloso a su padre y rápidamente lo mete en la red.

Poco a poco va pasando la tarde y una tras otra se van repitiendo las capturas, la cesta cada vez pesa más y el agua cada vez hierve menos. Los brazos comienzan a doler ante el continuo tirar de las fuertes carpas. Están siendo muchas las capturas.

El sol empieza a esconderse y se va cerrando el telón de lo que ha sido una bonita tarde de pesca de carpas a robo. He disfrutado pescando como hacía tiempo que no lo hacía. Orgulloso de mi mismo por las capturas realizadas y poniendo de manifiesto que la suerte en este tipo de pesca es más bien secundaria y que es necesario tener cierta habilidad para lograr pillar a los peces con un simple anzuelo de tres ganchos.

Camino al coche me fijo en el niño, el pequeño lleva una sonrisa enorme en la cara, corretea en torno nuestra y rememora algún que otro lance acontecido a lo largo de la jornada. Seguro que esta no es la última vez que pesca carpas.




“Con mucho cariño para Diego. En el fondo yo se que tu este tipo de pesca la entiendes.”


jueves, 20 de junio de 2013

Lances Fallidos

En lo alto de una pared, ese es el puesto que me ha tocado o que, mejor dicho, hice que me tocase. Resulta que el gancho se ha organizado un poco “a lo mecagüen” y cada uno se pone donde mejor le conviene. Por lo que, este es el lugar en el que esperaré a que algún buen cochino quiera hacer acto de presencia y alegrarme el día.

La verdad es que no está mal el sitio. Debajo de la muralla de piedras sobre la que me encuentro, hay una extensión de jaras y carrascas muy tupidas, que bajan de izquierda a derecha como un río de maleza. Esta extensión de broza da paso, a unos cincuenta metros de distancia, a un olivar, labrado y muy limpio, ideal para poder tirar a cualquier res que ose cruzar por allí.

Una horita larga esperando y todavía nada. Se escucha algún que otro tiro a lo lejos y alguna que otra ladra y latir de perros también muy distantes. Parece que la mañana va a tener mala pinta. Por lo menos se está a gusto, el sol entra por la espalda y no corre ni brizna de viento, cosa que se agradece enormemente.

Tras otro buen rato de impaciente vigilia, por la derecha y a lo lejos, en el interior del jaral que se encuentra a mis pies, se escucha el partir de ramas y romper de monte que indican que algo se acerca hacia mí. El corazón se dispara queriéndose salir del pecho. Con la vista busco constantemente cualquier muestra que señale la presencia del jabalí. En un abrir y cerrar de ojos, el animal esta justo a mis pies, a unos cinco metros de distancia. No logro verlo debido a lo espeso de la vegetación. Encaro el rifle y escudriño minuciosamente con el visor la zona donde aparentemente debe de estar el bicho. Pero solo veo un acumulo de formas dispersas de color verde pardusco. Finalmente, se muestra en un pequeño claro. Disparo casi más por instinto que apuntándolo, pero el animal muy lejos de caer fulminado, aprieta el paso y desaparece saltando una pared a tal velocidad que me hace imposible realizar ningún otro tiro. A lo lejos, observo como va creando una vereda por medio de la maleza, huyendo de la zona de caza.

Me lamento, maldigo y miro al rifle y al visor intentando saber cómo he podido fallar ese tiro. No hay otra explicación que el ansia me pudo y en lugar de tener sangre fría y dejar cumplir a la caza, le tire muy precipitado. De los fallos se aprende.

Sigo en lo alto de la pared, oyendo tiros de los demás compañeros de cacería, escuchando como los perros se pelean con todo lo que esté dispuesto a salir de su escondite en lo más profundo del monte y dándole vueltas y más vueltas a cómo es posible haber fallado ese cochino, a tan solo unos seis metros de distancia.

Es casi la hora de marcharnos, caracolas y trompas llaman a los canes de vuelta a los furgones y remolques. Por hoy es suficiente, hay que dejar en paz ya a la caza. De repente, a lo lejos, a unos ciento y muchos metros veo como un ciervo muy aparente, deambula por la loma del monte de enfrente, ya más tranquilo por la ausencia de los incansables perros. Baja caminando por un pequeño sendero, sin percatarse de que yo, desde la lejanía, lo vigilo.

Sin quitarle el ojo de encima subo los aumentos del visor para tratar de hacer el tiro lo más certero posible y muy lentamente encaro el rifle. Pongo la cruz del visor en lo que debe ser su paleta derecha y lentamente aprieto el gatillo, haciendo salir el tiro. Suena el estruendo y el animal se para y mira en redondo buscando la procedencia de tal sonido. No le he dado. Le pego cerrojazo al rifle, haciendo salir la vaina de la bala disparada y metiendo otra en la recamara, lista para ser usada. Repito la operación, pongo la cruz en el lugar que debería ser de muerte y suelto un segundo trueno. El bonito venado da un gran salto, tira una patada al aire y sale disparado ladera abajo, buscando cobijo en la espesura.

Espero en mi atalaya unos quince minutos más, tras los cuales decido ir a ver si logro localizar el paradero del ciervo. Salto la pared, atravieso las jaras y el olivar y subo unos metros por la ladera de la  montaña, hasta llegar al lugar donde se produjo el lance. Rápidamente me doy cuenta de que está pegado. Astillas de hueso y tasajos de carne encuentro en el sitio del tiro. Sigo poco a poco el rastro de sangre, que me dirige hacia lo más espeso del monte. Después de recorrer unos doscientos metros llego a un punto muerto. La sangre desaparece y no hay rastro de nada que no sea monte y maleza. Doy un par de vueltas por la zona, en busca de cualquier indicio de algo, pero no hay nada. Hoy no es mi día.


Descargo el rifle y lo enfundo, cojo la mochila y pongo rumbo al coche. Todo el camino voy dándole vueltas y más vueltas a los dos lances vividos. Estoy seguro de que esta noche también me quitarán algo de sueño.



miércoles, 12 de junio de 2013

Carná de Viejas

Miércoles de mediados de junio por la tarde, después de comer. Vistazo rápido a internet y vemos que la marea está baja. Perfecta para hacer lo que queremos. Ponte el bañador, pilla las chancletas, busca en un cajón de la cocina un bote de cristal con cierre hermético y sal zumbando con el coche hacia el mar, que nos esperan los cangrejos.

Cangrejos de poco tamaño, cuyo hábitat está entre las rocas de la costa, que con la bajada de la marea, ponen al descubierto su hogar. Pequeños amigos, de unos dos centímetros cuadrados de concha, que servirían de cebo en nuestras futuras salidas a la pesca de la vieja. Diminutos crustáceos, más conocidos por los lugareños como “carná de viejas”.

Llegamos al lugar previsto, una zona de poca profundidad y plagada de pequeñas rocas, ideal para que los cangrejos se escondan y correteen entre los pedruscos. Antes de tocar ni siquiera el agua, notamos que el sol aprieta y que hubiese sido conveniente ponernos una gorra. Manos a la obra, que antes de dos horas el agua empezará a subir y se hará más difícil, si cabe, nuestra tarea.

Nos dividimos en parejas, dos y dos. Para hacerlo un poco más divertido, nos jugamos unas cervecitas, a ver quién captura más. Como buscadores de tesoros, empezamos a levantar piedras y a mover pequeños ruscos, en busca de nuestros tan codiciados cangrejitos. Entablamos batalla con sus pequeñas pero fuertes pinzas, que algún que otro buen mordisco nos pegan. Pero, poco a poco, empiezan a caer en lo que para ellos son jaulas de cristal.

Empleamos diferentes estrategias. Por un lado, trabajamos en equipo, localizando primero la víctima entre los dos, luego uno lo inmoviliza con unas pinzas metálicas, mientras el otro por detrás, hace la captura. Por otro lado, cada uno va por donde cree conveniente, levantando piedras e ingeniándoselas, como puede, para tratar de acabar con el crustáceo dentro del bote. Las dos formas son válidas, las dos efectivas. Aun así, ninguno se libra de alguna dentellada de sus potentes tenazas.

Entre gritos, risas y alguna que otra caída debido a lo resbaladizo de las piedras, en un abrir y cerrar de ojos, pasa en torno a una hora. Ya llevamos casi un bote entre todos. No pinta nada mal la cosa. La marea empieza a subir, guareciendo a los cangrejos bajo una gruesa capa de agua. Hora de abandonar y dejarlo por este día. Habrá otras jornadas y otras bajamares que nos permitirán seguir luchando con ellos y con las piedras que los cobijan. Por hoy el cupo está ya completo.

Salimos de entre las rocas y nos dirigimos hacia los coches, debatiendo, por el camino, cual de las dos parejas ha cogido más. Al final no se llega a ningún acuerdo y se determina un empate. Cada uno se pagará su cerveza. Subimos al coche y rumbo a casa. Todavía no hemos acabado, queda por hacer la mitad del trabajo, prepararlos para que se conserven.

Ya en el domicilio, ponemos rumbo a la cocina, cogemos la olla grande, la llenamos de agua con un poco de sal y vinagre, y al fuego, hasta hervir. El burbujeo nos  indica que el brebaje está listo. Cangrejos al agua, que toca baño calentito. Al instante toman un fuerte color rojizo y tras dos minutos de reloj, se echan en una escurridera donde se enfrían pasándolos por  agua del grifo. Todos quedan rígidos, con las patas intactas, perfectos para tratar de engañar a cualquier pez. Se envasan en pequeños recipientes de cristal, echando un pequeño puñado de sal en cada tarro. Con unas treinta unidades por bote, se depositan en el congelador hasta su posterior uso como cebo.

A pesar del dolor en los dedos, debido a cortes y magulladuras infligidos por las pinzas de los pequeños cangrejos y las afiladas aristas de las rocas, disfrutamos de nuestras cervezas, bien merecidas. Mientras, comentamos entre bromas y risas los avatares y sucesos acaecidos durante esta pesca tan especial entre los roquedos. Finalmente se debate el qué, cómo y cuándo se hará con la captura del día. Soñando coger con ellos aquella vieja enorme que todos deseamos.


Apuramos el último amargo trago de cerveza, ya pocho por el calor. Tarde productiva, unos doscientos cangrejos en poco más de hora y media no están nada mal. Esperemos que este trabajo de sus frutos en futuras jornadas de pesca. Si no, de momento, el buen rato pasado con los amigos y el buen ambiente creado, no nos lo quita nadie. Pesca, risas y cervecitas en buena compañía, que todas las tardes sean así.