Dieciocho grados en la
calle, pero en el coche parece hacer unos treinta. No tiene aire
acondicionado y el vehículo va hasta los topes. Somos cuatro los que
hemos decidido probar suerte en el río, a ver que nos depara la
tarde. Rodeándonos y llenando el espacio del interior del coche hay
todo tipos de ensere y trastos para la práctica de la pesca. Desde
sillas plegables, hasta sacaderas, pasando por un sin fin de cañas,
carretes, plomos y aperos y aparejos de todo tipo de formas, tamaños y
medidas. Nuestra intención es que algo se enganche en el azuelo, el
qué, eso ya es otra cosa.
Es bien entrada la
primavera, la vegetación y el campo están ya en su máximo
esplendor. Según parece y de acuerdo con otras fechas, es época de
bogas, que se aglutinan en los grandes charcos deseosas de saciar su
gran apetito tras el largo invierno. Asimismo es tiempo de que el
barbo sienta la llamada de la naturaleza y decida emprender su
vertiginosa carrera, hacia lo más alto del río, en pos de una freza
y posterior desove. Buen momento para que alguno de estos ejemplares
se dejen engañar por nuestras tretas y artimañas pesqueras.
Llegamos al lugar
indicado. Un sitio donde el río se estrecha un poco, haciendo con
esto que aparezcan pozas de gran profundidad mezcladas con zonas de
pequeños rápidos. Lugares ideales para que estén apostados los
grandes barbos que perseguimos, así como las numerosas bogas que
pueblan todo el agua.
Descargamos el coche a
una velocidad increíble. El día está maravilloso y los peces nos
esperan. Descendemos como buenamente podemos desde el aparcamiento
hasta el río. Y nos distribuimos a lo largo de la orilla de este, en
los apostaderos en los que cada uno considera más oportuno para
poder sacar la mayor cantidad y calidad de pescados.
Decido aposentarme en una
zona con una pinta espectacular. Un pequeño rápido de unos dos
metros de ancho y de una considerable profundidad, que desaparece
debajo de una gran piedra y desemboca a un inmenso charco de en torno
a un metro de profundidad. En el que, ante la transparencia del agua,
pueden apreciarse una gran multitud de bogas, alburnos y algún que
otro barbo de no excesivo tamaño.
Con un equipo sencillo,
formado por una caña, carrete, sedal, bolla, plomos y anzuelo, me
dispongo a pescar. Como cebo puedo elegir entre el asticotoh (gusano
de no mas de medio centímetro de largo y colores oscilantes entre
blanco y rojo) y gusarapa (larva de insecto no eclosionada que se
captura rebuscando debajo de las piedras de riachuelos de poco
caudal). Mi primer objetivo son las bogas que se ven tan abundantes
en el gran charco sobre el que me encuentro. Por lo que decido montar
un anzuelo pequeño y una bolla sensible y pongo un gusano de color
rojo, suculento reclamo para estos peces.
Pasan los minutos y con
ellos la primera hora y a pesar de que alguno de mis compañeros
comenta que se le esta dando muy bien y que lleva ya varias bogas, a
mi se me resisten y por más que vario de sitio al que lanzar y
cambio de gusano y señuelo con el que intentar engañar a algún
pescado, me es imposible.
Ya algo aburrido de que
no piquen y dejando olvidada un poco la resplandeciente veleta, me
fijo en que de cuando en cuando algún que otro bonito barbo se
introduce en las profundidades de la cueva que conforma la enorme
piedra, que hay en la cabecera del charco, en dirección al rápido
que la precede. Tras ver esto me propongo variar mi estrategia.
Cambio el sistema que tenía y dejo sólo puesto el anzuelo y un par
de plomos y como golosina para los peces pruebo con la gusarapa.
Asimismo olvido el flamante charco plagado de peces y me dispongo a
pescar en el veloz y torrencial rápido de agua.
Lanzo el aparejo al agua,
tensando un poquito el hilo para que la corriente no se lo lleve
excesivamente rápido y haciendo así, de esta forma, que los plomos
realicen su trabajo y arrastren al fondo el exquisito bocado. Poco a
poco todo el equipo desciende río abajo y cuando el anzuelo parece
estar a pocos metros de la cueva que crea la roca, noto un pequeño
tironcito, seguido de un gran latigazo que hace que la puntera de la
caña se doble violentamente. Enderezo la caña y comienzo a recoger
sedal con el carrete. El pescado, al sentirse capturado, se lanza
violentamente río abajo, ayudado por la fuerza del agua saca algún
que otro metro de hilo. Aprieto un poco el freno y entablo batalla
con tal formidable adversario. Lentamente y dirigiéndolo con la
caña, intento alejarlo todo lo posible de las zonas de más
corriente, manteniendo en todo momento la tensión entre el pescado y
la linea. Tras unos minutos de lucha y de idas y venidas a lo
largo del rápido el animal se cansa y muy despacio consigo traerlo
hasta la orilla y sacarlo del agua.
Un magnifico barbo de más
o menos un kilo y medio de peso. Un luchador incansable con el que he
disfrutado de un muy buen rato. Rápidamente lo devuelvo al agua, es
momento de que continúe su camino hacia lo más alto del río.
El tiempo pasa y los
lances se repiten. He dado con el lugar y con el señuelo. En apenas
dos horas saco otros seis magníficos barbos. La tarde pinta mucho
mejor de como se atisbaba al principio. Bonito día, bonito lugar y
maravillosa pesca. Se puede pedir algo más?
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