jueves, 20 de junio de 2013

Lances Fallidos

En lo alto de una pared, ese es el puesto que me ha tocado o que, mejor dicho, hice que me tocase. Resulta que el gancho se ha organizado un poco “a lo mecagüen” y cada uno se pone donde mejor le conviene. Por lo que, este es el lugar en el que esperaré a que algún buen cochino quiera hacer acto de presencia y alegrarme el día.

La verdad es que no está mal el sitio. Debajo de la muralla de piedras sobre la que me encuentro, hay una extensión de jaras y carrascas muy tupidas, que bajan de izquierda a derecha como un río de maleza. Esta extensión de broza da paso, a unos cincuenta metros de distancia, a un olivar, labrado y muy limpio, ideal para poder tirar a cualquier res que ose cruzar por allí.

Una horita larga esperando y todavía nada. Se escucha algún que otro tiro a lo lejos y alguna que otra ladra y latir de perros también muy distantes. Parece que la mañana va a tener mala pinta. Por lo menos se está a gusto, el sol entra por la espalda y no corre ni brizna de viento, cosa que se agradece enormemente.

Tras otro buen rato de impaciente vigilia, por la derecha y a lo lejos, en el interior del jaral que se encuentra a mis pies, se escucha el partir de ramas y romper de monte que indican que algo se acerca hacia mí. El corazón se dispara queriéndose salir del pecho. Con la vista busco constantemente cualquier muestra que señale la presencia del jabalí. En un abrir y cerrar de ojos, el animal esta justo a mis pies, a unos cinco metros de distancia. No logro verlo debido a lo espeso de la vegetación. Encaro el rifle y escudriño minuciosamente con el visor la zona donde aparentemente debe de estar el bicho. Pero solo veo un acumulo de formas dispersas de color verde pardusco. Finalmente, se muestra en un pequeño claro. Disparo casi más por instinto que apuntándolo, pero el animal muy lejos de caer fulminado, aprieta el paso y desaparece saltando una pared a tal velocidad que me hace imposible realizar ningún otro tiro. A lo lejos, observo como va creando una vereda por medio de la maleza, huyendo de la zona de caza.

Me lamento, maldigo y miro al rifle y al visor intentando saber cómo he podido fallar ese tiro. No hay otra explicación que el ansia me pudo y en lugar de tener sangre fría y dejar cumplir a la caza, le tire muy precipitado. De los fallos se aprende.

Sigo en lo alto de la pared, oyendo tiros de los demás compañeros de cacería, escuchando como los perros se pelean con todo lo que esté dispuesto a salir de su escondite en lo más profundo del monte y dándole vueltas y más vueltas a cómo es posible haber fallado ese cochino, a tan solo unos seis metros de distancia.

Es casi la hora de marcharnos, caracolas y trompas llaman a los canes de vuelta a los furgones y remolques. Por hoy es suficiente, hay que dejar en paz ya a la caza. De repente, a lo lejos, a unos ciento y muchos metros veo como un ciervo muy aparente, deambula por la loma del monte de enfrente, ya más tranquilo por la ausencia de los incansables perros. Baja caminando por un pequeño sendero, sin percatarse de que yo, desde la lejanía, lo vigilo.

Sin quitarle el ojo de encima subo los aumentos del visor para tratar de hacer el tiro lo más certero posible y muy lentamente encaro el rifle. Pongo la cruz del visor en lo que debe ser su paleta derecha y lentamente aprieto el gatillo, haciendo salir el tiro. Suena el estruendo y el animal se para y mira en redondo buscando la procedencia de tal sonido. No le he dado. Le pego cerrojazo al rifle, haciendo salir la vaina de la bala disparada y metiendo otra en la recamara, lista para ser usada. Repito la operación, pongo la cruz en el lugar que debería ser de muerte y suelto un segundo trueno. El bonito venado da un gran salto, tira una patada al aire y sale disparado ladera abajo, buscando cobijo en la espesura.

Espero en mi atalaya unos quince minutos más, tras los cuales decido ir a ver si logro localizar el paradero del ciervo. Salto la pared, atravieso las jaras y el olivar y subo unos metros por la ladera de la  montaña, hasta llegar al lugar donde se produjo el lance. Rápidamente me doy cuenta de que está pegado. Astillas de hueso y tasajos de carne encuentro en el sitio del tiro. Sigo poco a poco el rastro de sangre, que me dirige hacia lo más espeso del monte. Después de recorrer unos doscientos metros llego a un punto muerto. La sangre desaparece y no hay rastro de nada que no sea monte y maleza. Doy un par de vueltas por la zona, en busca de cualquier indicio de algo, pero no hay nada. Hoy no es mi día.


Descargo el rifle y lo enfundo, cojo la mochila y pongo rumbo al coche. Todo el camino voy dándole vueltas y más vueltas a los dos lances vividos. Estoy seguro de que esta noche también me quitarán algo de sueño.



miércoles, 12 de junio de 2013

Carná de Viejas

Miércoles de mediados de junio por la tarde, después de comer. Vistazo rápido a internet y vemos que la marea está baja. Perfecta para hacer lo que queremos. Ponte el bañador, pilla las chancletas, busca en un cajón de la cocina un bote de cristal con cierre hermético y sal zumbando con el coche hacia el mar, que nos esperan los cangrejos.

Cangrejos de poco tamaño, cuyo hábitat está entre las rocas de la costa, que con la bajada de la marea, ponen al descubierto su hogar. Pequeños amigos, de unos dos centímetros cuadrados de concha, que servirían de cebo en nuestras futuras salidas a la pesca de la vieja. Diminutos crustáceos, más conocidos por los lugareños como “carná de viejas”.

Llegamos al lugar previsto, una zona de poca profundidad y plagada de pequeñas rocas, ideal para que los cangrejos se escondan y correteen entre los pedruscos. Antes de tocar ni siquiera el agua, notamos que el sol aprieta y que hubiese sido conveniente ponernos una gorra. Manos a la obra, que antes de dos horas el agua empezará a subir y se hará más difícil, si cabe, nuestra tarea.

Nos dividimos en parejas, dos y dos. Para hacerlo un poco más divertido, nos jugamos unas cervecitas, a ver quién captura más. Como buscadores de tesoros, empezamos a levantar piedras y a mover pequeños ruscos, en busca de nuestros tan codiciados cangrejitos. Entablamos batalla con sus pequeñas pero fuertes pinzas, que algún que otro buen mordisco nos pegan. Pero, poco a poco, empiezan a caer en lo que para ellos son jaulas de cristal.

Empleamos diferentes estrategias. Por un lado, trabajamos en equipo, localizando primero la víctima entre los dos, luego uno lo inmoviliza con unas pinzas metálicas, mientras el otro por detrás, hace la captura. Por otro lado, cada uno va por donde cree conveniente, levantando piedras e ingeniándoselas, como puede, para tratar de acabar con el crustáceo dentro del bote. Las dos formas son válidas, las dos efectivas. Aun así, ninguno se libra de alguna dentellada de sus potentes tenazas.

Entre gritos, risas y alguna que otra caída debido a lo resbaladizo de las piedras, en un abrir y cerrar de ojos, pasa en torno a una hora. Ya llevamos casi un bote entre todos. No pinta nada mal la cosa. La marea empieza a subir, guareciendo a los cangrejos bajo una gruesa capa de agua. Hora de abandonar y dejarlo por este día. Habrá otras jornadas y otras bajamares que nos permitirán seguir luchando con ellos y con las piedras que los cobijan. Por hoy el cupo está ya completo.

Salimos de entre las rocas y nos dirigimos hacia los coches, debatiendo, por el camino, cual de las dos parejas ha cogido más. Al final no se llega a ningún acuerdo y se determina un empate. Cada uno se pagará su cerveza. Subimos al coche y rumbo a casa. Todavía no hemos acabado, queda por hacer la mitad del trabajo, prepararlos para que se conserven.

Ya en el domicilio, ponemos rumbo a la cocina, cogemos la olla grande, la llenamos de agua con un poco de sal y vinagre, y al fuego, hasta hervir. El burbujeo nos  indica que el brebaje está listo. Cangrejos al agua, que toca baño calentito. Al instante toman un fuerte color rojizo y tras dos minutos de reloj, se echan en una escurridera donde se enfrían pasándolos por  agua del grifo. Todos quedan rígidos, con las patas intactas, perfectos para tratar de engañar a cualquier pez. Se envasan en pequeños recipientes de cristal, echando un pequeño puñado de sal en cada tarro. Con unas treinta unidades por bote, se depositan en el congelador hasta su posterior uso como cebo.

A pesar del dolor en los dedos, debido a cortes y magulladuras infligidos por las pinzas de los pequeños cangrejos y las afiladas aristas de las rocas, disfrutamos de nuestras cervezas, bien merecidas. Mientras, comentamos entre bromas y risas los avatares y sucesos acaecidos durante esta pesca tan especial entre los roquedos. Finalmente se debate el qué, cómo y cuándo se hará con la captura del día. Soñando coger con ellos aquella vieja enorme que todos deseamos.


Apuramos el último amargo trago de cerveza, ya pocho por el calor. Tarde productiva, unos doscientos cangrejos en poco más de hora y media no están nada mal. Esperemos que este trabajo de sus frutos en futuras jornadas de pesca. Si no, de momento, el buen rato pasado con los amigos y el buen ambiente creado, no nos lo quita nadie. Pesca, risas y cervecitas en buena compañía, que todas las tardes sean así.



lunes, 3 de junio de 2013

Cepos y Zorzales

Años sesenta, en un pueblo perdido de la mano de Dios. La necesidad aprieta ante la falta de condumio con que llenar la barriga. Todo es poco para comer y ya desde bien niños hay que aportar a la casa lo que sea. Son años difíciles.

Trampear, rapiñar y coger todo lo que la naturaleza pueda ofrecernos es una buena forma de aportar algo de sustento para la familia. Recorrer los montes y las dehesas de la zona, árbol tras árbol, en busca de algún que otro nido; salir a la caza de un buen lagarto; pescar, por lo civil o por lo criminal,  ranas o dejar puestos los cepos, a ver si con suerte algún que otro zorzal se deja coger, eran las artes más empleadas en la zona.
Los cepos eran trampas heredadas o que pasaban de mano a mano tras el burdo hecho del hurto. Constaban dos aros metálicos, uno fijo y otro móvil,  unidos entre sí a través de un muelle. En el centro de dicho muelle, se encontraba una pequeña alambre donde se ponía el cebo y finalmente había un pasador que se unía a la alambre del cebo, fijando la trampa ya montada.

La forma de armarlos era muy sencilla: se colocaba un jugosa aceituna en la pequeña alambre del cebo. Se tiraba del aro móvil separándolo del fijo, logrando abrir así un círculo entre los dos aros metálicos. Debido al muelle que había entre ellos, se lograba crear una gran tensión. Posteriormente se pasaba el pasador por encima del aro móvil y se fijaba en la alambre del cebo. Dejando de esta manera preparada la trampa. Solo hacía falta que el incauto pájaro moviese el cebo al picarlo, así, se soltaría el pasador y los dos aros se juntarían velozmente, pillando entre estos a la presa deseada.

El invierno era la mejor época para usarlos. Para tratar de atrapar alguna buena percha de zorzales. Las oliveras cercanas, rodeadas por enormes zarzas, eran zonas perfectas para colocar estas trampas. Debajo de los espinosos arbustos, se enterraban, dejando sólo visible la deliciosa aceituna, a la que se le hacía una pequeña muesca en lo alto para que resultase todavía, si cabe, más tentadora. Un plato irresistible para los pobres pajarillos.

Once años a las espaldas y por las mañanas a primera hora, antes de ir a la escuela, era menester recorrer el olivar de enfrente de los edificios que acogían las clases, plantando las minas que  por la noche debían de llevar la cena a la casa.

Con las manos llenas de tierra y como siempre, llegando muy apurado, entraba en la poco acogedora aula. Una clase de unos veinticinco alumnos, caracterizada por tener como única decoración un mapa gigantesco de la geografía española. Una vez allí, todo era lo de siempre, repetir la cantinela de ríos, montañas, cabos, golfos, capitales, tablas de multiplicar y demás materias.

Sentado en la vieja mesa, al lado de su compañero y compinche de toda la vida, comentaba donde y como están puestas los cepos, haciendo caso omiso de la lección que repite incansable el anciano profesor. Vigilando como águilas cualquier movimiento extraño que pudiese haber entre los olivos.

Tras la primera hora de clase, gracias al efecto calorífico del pequeño brasero de picón y al acumulo de monóxido de carbono, el sueño se hacía evidente y algún que otro cabezazo se escapa sobre el pupitre. Aun así, siempre había un ojo puesto en las trampas, los árboles y los pájaros.

Revuelo en las olivas, los zorzales salen disparados. Buena señal. Hay que salir corriendo a recoger la posible presa y volver a colocar el cepo. “Don Emilio, me disculpe usted, puedo ir a aliviarme”. El consumido profesor, sin levantar la vista del ajado libro, hace una señal con la mano. Sin perder un segundo sale por la puerta como una exhalación, rodea el otro edificio que forma la escuela, salta la pared de piedra de la finca y llega al improvisado coto de caza. Con un vistazo rápido recorre todos y cada uno de los lugares en los que ha colocado los cepos. Rápidamente se da cuenta de que hay dos que están saltados con sus respectivas victimas bien enganchadas por el pescuezo. En un abrir y cerrar de ojos los quita y vuelve a dejar listas las trampas. Esconde las piezas en un hueco de la pared  y regresa volando a escuchar la eterna lección.


Toda la mañana de ir y venir, de salir de clase por una y otra escusa y regresar  corriendo. La lección está siendo poco productiva. Pero los ríos y las matemáticas no llenan el estómago y esta noche por lo menos algo habrá algo con que llenar el buche.