martes, 26 de noviembre de 2013

Marzo, Tiempo de Truchas

Por fin el invierno parece irse, con ello vienen las hojas en los árboles, las flores, el verdor del campo, el trinar masivo de los pájaros y todas esas cosas que nos hacen ver, que el campo, empieza a engalanarse con la opulencia de la primavera.

Son mediados de marzo y como todos los años, por estas fechas, llegan las truchas. Esas esquivas y asustadizas truchas de alta montaña. Astutas y correosas, que se esconden el en los recovecos y ranuras que dejan las abundantes piedras del río. Características por su pequeño tamaño, debido a la altitud de su hábitat, pero no por ello, menos bravas.

El río, más que río una garganta, tiene agua no muy abundante en su cauce. Llena de muchos y diversos charcos, de escueto tamaño y no excesiva profundidad, en los que viven los tan ansiados peces. El poco caudal de sus aguas, lo abrupto del terreno y la abundante vegetación de los alrededores, hacen muy complicado el deambular por su rivera. Aún así, toda dificultad es poca cuando desde pequeño has mamado la pesca de este tipo de truchas.

Es temprano, muy temprano. Por la ventana del comedor se puede ver que las luces tenues de las farolas todavía iluminan las calles. Revisión del rudimentario y simple equipo. Caña de unos cinco metros, ya mayor y llena de marcas y arañazos debido a las miles de batallas a sus espaldas; carrete simple y lo más ligero posible, asiduo compañero de la caña; sedal de un diámetro fino, para engañar lo mejor posible a las truchas; anzuelo del número seis y dos plomos de poco gramaje unidos al sedal en el bajo de línea. Como cebo, una lombriz de tierra, suculento bocado para cualquier tipo de pez de río. Solo falta calzarnos las botas de goma, imprescindibles para poder pasar las dificultades y trabas que la garganta nos propone. Listo para pescar.

Salgo de casa y lentamente comienza la subida de la pronunciada pendiente que me lleva a donde supongo que se encentran las mejores truchas. Tras un buen paseíto, la mañana empieza a despertar y las primeras luces del alba comienzan a aparecer. Es buena hora. Montados los cinco metros de caña y colocada la lombriz en el afilado anzuelo, me pongo manos a la obra.

Primer charco y primer lance. Una poza de unos dos metros de diámetro, con un fluir de agua bastante vivo y una profundidad que varía de medio a un metro. Poso el engaño sobre un lateral de la corriente, haciendo así, que el señuelo baje, a lo largo del charco, a la velocidad que marca el cauce. Esperando que alguna buena trucha esté apostada, acechando el primer bocado del día. Después de siete pasadas de sedal, ningún resultado. Será que hoy no tienen apetito.

Continúo pescando, lanzando en uno y otro charco de la sinuosa garganta, mientras me peleo con la maleza de sus márgenes. Pero, salvo algún que otro enganchón de los plomos o el anzuelo con las piedras o con alguna rama del fondo del río, nada. No hay noticias de las esquivas pintonas.

Ascendiendo por el riachuelo, mientras la mañana se vuelve más clara, llegando a una pequeña poza. Diminuta, de poco más de medio metro de diámetro, pero que parece tener una hondura considerable. Tras dudar un momento, coloco la lombriz en sus aguas. Al poco de caer el engaño, templo el sedal y comienzo a sentir pequeños tirocinios provenientes del final de la tanza, que hacen que se doble, débilmente, la puntera de la caña. Aflojo el hilo un poco y pasado un escaso segundo vuelvo a templar, notando una pequeña tensión. Rápido tirón del hilo mientras elevo la caña a la vez, haciendo así, que una pequeña trucha salga disparada del agua. El vuelo la hace caer en uno de los márgenes, donde la recojo y observo que no tiene más de unos doce centímetros de largo. Me apresuro a devolverla y el minúsculo pescado se escabulle veloz entre mis manos, buscando refugio debajo de una piedra.” Para el año que viene darás la talla”.

Continúo mi marcha por el río, tirando y lanzando allí donde creo que será buen lugar para que esté esperando mi engaño una trucha. Saco un par de ellas más, de pequeño tamaño, que regreso al agua tan rápido como me es posible. Asimismo, la maleza del fondo del río se queda con algún que otro anzuelo. No todo van a ser ganancias.

Impresionante charco se muestra ante mí. Largo y profundo. Tiene muy buena pinta. Pongo una lombriz nueva y la tiro al agua esperanzado. Este charco debe de tener varias y buenas truchas. Cuando el cebo está hacia la mitad de la poza, noto un gran tirón del hilo, que hace que la puntera de la larga caña se introduzca en el agua. Inmediatamente, cachetazo a la caña, arreón del hilo y con gran esfuerzo sale del agua una espectacular trucha de unos treinta centímetros. Corro apresurado hacia el lugar donde ha caído, entre unos helechos del margen izquierdo. Tras buscar en la abundante vegetación, encuentro el precioso pez. Es muy grande para lo que se suele pescar en este río.


Sigo montaña arriba, embelesado en los charcos y las truchas. Sin enterarme de que las horas pasan y pasan. El calor empieza a apretar y me doy cuenta de que ya es tarde, que es hora de dejarlo por hoy y regresar. La mañana no se ha dado mal, varias picadas y alguna que otra trucha. Recojo los bártulos y salgo del río. Todavía me queda un buen paseo hasta llegar a casa. Pero esta vez será cuesta abajo.


lunes, 11 de noviembre de 2013

El Batamanto

Duras se hacen las noches cuando uno está solo en el campo, cuando todo se escucha y nada se ve. Largos se vuelven los minutos y las horas en los que nada más te acompañan las estrellas, cuando el monte calla y no se atisba presencia de otra cosa que no sea oscuridad y silencio. Estar callado, parado, quieto, en un puesto, pasando frío, esperando que los esquivos animales olviden un poco su natural desconfianza, que el hambre se apodere de ellos y entren a la plaza donde les esperamos con el rifle.

Hoy el día será distinto, hoy no estaré solo en el monte. Al puesto, conmigo, viene un compañero. Alguien con el que compartir las penurias del tiempo y el acoso de los insaciables mosquitos. Dos ojos y oídos más, que serán de gran ayuda en lo negro del ocaso.

Tras recorrer numerosas pistas, trochas y caminos por sorprendentes parajes, llegamos al lugar elegido. Una bonita siembra de cereal, de altura ya más que considerable, rodeada por montañas y cobijada dentro de una gran espesura vegetal. La monotonía de lo sembrado se rompe con la aparición de un montículo de piedras en el medio de este mar de espigas. Coronando esta atalaya pedregosa se encuentra un imponente pino, que esta noche hará las veces de cobijo, guarida y escondite, ya que debajo de sus ramas, se nos ofrece una vista inmejorable de donde se prevé entraran los jabalíes.

Parece que la noche será fría, por lo que toca ponerse más de una capa de ropa por encima. Mi hoy compañero porta un extraño enser de abrigo, lo denomina “batamanta” y acorde con el campo tiene un bonito estampado de camuflaje. Como su nombre indica, es una manta con mangas, diseñado para soportar bajas temperaturas. Esperemos que le sea de gran utilidad.

Nos colocamos debajo del pino, sentados y usando de respaldo su majestuoso tronco, con una disposición un tanto inusual. Con nuestras espaldas y el árbol como eje, formamos un angulo de noventa grados, de tal forma que uno tiene visión directa al comedero, mientras que el otro otea la espesura de la siembra. Así consideramos que sera muy difícil que algo se pueda escapar a nuestros sentidos.

Pasan las horas y por el momento no hay señales de que ningún esquivo guarro quiera hacer acto de presencia. Todo es silencio, todo es armonía. De vez en cuando, esta paz, es rota por el canto de un pequeño grillo o el revoloteo de un murciélago, que esta haciendo el agosto con los innumerables mosquitos.

En medio de este océano de calma, el tan preciado silencio desaparece. Se escucha un ruido, un pequeño bufido, apenas imperceptible. Conforme pasan los minutos se va haciendo más y más fuerte. El corazón parece querer salirse del pecho. El sonido se mantiene y poco a poco intento fijar la procedencia de este. Tras buscar durante un buen rato con los oídos en la espesura del campo, me doy cuenta de que el ruido proviene de un lugar mucho mas cercano de lo que creo. Mi amigo, envuelto en su “batamamta”, ha caído presa de los encantos de Morfeo y duerme plácidamente, apoyado sobre una olorosa planta de romero, profiriendo algún que otro ronquido. Me río para mis adentros y con un pequeño toque en el brazo le despierto. Se mueve un poco sobresaltado, intentando ubicar donde se encuentra. Hemos venido a cazar, no ha dormir.

La oscuridad sigue haciéndose más espesa y ahora si, parece distinguirse a lo lejos y de frente a donde se encuentra mi compañero, como se aproxima hacia nosotros algo. Partir de monte y crujir de ramas en un primer momento, que poco a poco se transforma en un continuo susurro de apartar las vátigas del cereal.

Despacio, muy despacio se aproxima, hasta tenerlo a tan solo unos pocos pasos. La oscuridad es espesa y prácticamente no se ve nada, sólo se distinguen alguna que otra sombra indescifrable. Llega hasta los pies de la pedregosa elevación sobre la que nos encontramos, se para y el silencio se hace total en unos segundos que parecen hacerse eternos. Tras estos, se escucha un tropel en torno a la peana del montículo. Al momento, en un pequeño claro que dejan las espigas de trigo, a unos seis metros de distancia, aparece caminando lentamente un bonito cochino. Se para y levanta lentamente la cabeza, como sabiendo que algo no va bien, que algo no le cuadra y que en el monte hay algo distinto a lo que suele haber. Lentamente apoyo el rifle en el hombro, meto un ojo en el visor y localizo la magnifica cabeza del guarro. Pongo la cruz entre la oreja y la paleta del animal y lentamente aprieto el gatillo. El tiro me sorprende y acto seguido el jabalí cae a plomo en el suelo. Todo vuelve a ser silencio, ya no hay más correrías, ni partir de monte, ni cantos de grillos.

Dejamos el pino, la siembra, el monte y desandamos lo andado con el coche. Sinuosos y tortuosos caminos que nos llevaran de vuelta a casa. Todo el viaje rememoramos el lance, comentamos impresiones y sensaciones vividas. Puede que la “batamanta” sea una especie de amuleto. Esta vez el coche pesa un poco más.