Hay noches en las que
cuesta dormir, en las que es imposible conciliar el sueño, en las
que por mucho que lo intentas no te sale de la cabeza esa obsesión
que has tenido todo el día encima. Le das vueltas y más vueltas a
ese lance, a esos escasos segundos en los que tuviste la ocasión de
caer aquella maravillosa perdiz, que te salio tan “a huevo”
y que por algún extraño capricho del destino fallaste.
Es difícil olvidar aquel
momento, en el que yendo por el campo, acompañado sólo por la
escopeta y el perro, notas que tu compañero de cuatro patas comienza
a inquietarse, a pegar el hocico más de lo normal al suelo, a bullir
impaciente de una a otra mata meneando el rabo como un poseso, detrás
de las emanaciones que deja la esquiva perdiz. Hasta que por fin y
tras haber recorrido varios metros, se para en seco delante de una
escoba, indicando que la patirroja se ha cansado de caminar y que se
esconde aplastada, entre la maleza, intentando darnos esquinazo.
Despacio, muy despacio te colocas detrás del perro, quitas el seguro
al arma apoyandola ligeramente sobre el hombro. Listo para disparar.
A una mínima señal, el perro, se lanza como una centella sobre la
mata, haciendo de esta forma que la perdiz salga volando a no más de
tres metros de nuestra posición. Rápidamente encaras el arma, posas
el punto rojo, que hace las veces de mira en la escopeta, sobre el
pájaro, adelantas un poco el tiro y aprietas el gatillo. Mientras
tanto, en tu cabeza, se hace presente la imagen de la pieza arrugada
por el tiro, de ver como da vueltas y vueltas hasta caer al suelo.
Pero eso no sucede. Tras el fogonazo, la perdiz, muy lejos de
arrugarse, sigue volando. Un poco descongraciado, metes otra vez el
pájaro en el visor, adelantas un poco más el tiro y vuelves a
disparar. Diciendo para tus adentros “de este si que no te
escapas”. Pero igual que con el anterior tiro, la veloz patirroja
lo esquiva y continua su frenético vuelo perdiéndose en la lejanía.
Observas
embobado como la perdiz desaparece de tu vista. El perro te mira como
diciendo “yo he cumplido, el error ha sido tuyo”. Tras esto,
miras la escopeta, la abres y sacas las vainas de los poco
productivos cartuchos. Piensas para tus adentros como es posible
haber podido fallar ese tiro. Buscas explicaciones de una u otra
forma y manera “los cartuchos están mal, no abren bien el tiro, la
escopeta no va bien, fijo que se ha ido pegada con algún
perdigón...”. Intentas poner cualquier pretexto que justifique el
fallo y que te exculpe a ti del error. Pero realmente la pifia es
tuya, ni de la escopeta, ni de los cartuchos, ni de nada. Con el
ansia del tiro, o bien no apuntaste realmente tan bien como tu creías
(te quedaste embelesado con la pieza y no enrasaste bien), o no
adelantaste lo suficiente el disparo, o por el contrario lo
adelantaste demasiado. Fuese lo que fuese, fuiste tu, y en el fondo
eso lo sabes. Lo único es, que tratas de convencerte de que no
tienes la culpa de haber errado un disparo aparentemente tan
sencillo.
Este tipo de lances son
los que te quitan el sueño, los que no te dejan dormir a gusto. Los
que repasas muchas veces mentalmente, buscando minuciosamente donde
puede estar el fallo. Rememoras la película de lo acontecido en el
cine de tu cabeza, apuntando y disparando una y mil veces a esa
esquiva perdiz, que en todas las ocasiones se sale con la suya y
consigue marcharse, llevándose como recuerdo, dos tiros en el
bolsillo y alejándose velozmente hacia un horizonte borroso.
Poco a poco y con el
pasar de los días vas dejando aparcado este recuerdo. Sustituyéndolo
por algún que otro fallo más a sumar en la, por desgracia, abultada
lista, o por el contrario, haciendo presente algún lance
espectacular llevado a termino satisfactoriamente. Aún así, este
corto momento, siempre vuelve a la memoria cuando pasas por aquella
zona, cuando regresas a esa misma mata, cuando esperas que el perro
vuelva a mostrarse nervioso y se pare en seco indicando la presencia
de una perdiz, la cual te pueda dar la oportunidad de resarcirte de
aquel inolvidable fallo.
Esto es lo realmente
bonito de la caza, lo inexplicable y caprichoso que tiene este arte.
El errar lances aparentemente sencillos y por otro lado acertar tiros
prácticamente imposibles. Escasos segundos que se guardan en la
retentiva para siempre y a los cuales se regresa una y otra vez,
reviviéndolos para gozo o frustración del protagonista.