miércoles, 4 de diciembre de 2013

Sueños Rotos

Hay noches en las que cuesta dormir, en las que es imposible conciliar el sueño, en las que por mucho que lo intentas no te sale de la cabeza esa obsesión que has tenido todo el día encima. Le das vueltas y más vueltas a ese lance, a esos escasos segundos en los que tuviste la ocasión de caer aquella maravillosa perdiz, que te salio tan “a huevo” y que por algún extraño capricho del destino fallaste.

Es difícil olvidar aquel momento, en el que yendo por el campo, acompañado sólo por la escopeta y el perro, notas que tu compañero de cuatro patas comienza a inquietarse, a pegar el hocico más de lo normal al suelo, a bullir impaciente de una a otra mata meneando el rabo como un poseso, detrás de las emanaciones que deja la esquiva perdiz. Hasta que por fin y tras haber recorrido varios metros, se para en seco delante de una escoba, indicando que la patirroja se ha cansado de caminar y que se esconde aplastada, entre la maleza, intentando darnos esquinazo. Despacio, muy despacio te colocas detrás del perro, quitas el seguro al arma apoyandola ligeramente sobre el hombro. Listo para disparar. A una mínima señal, el perro, se lanza como una centella sobre la mata, haciendo de esta forma que la perdiz salga volando a no más de tres metros de nuestra posición. Rápidamente encaras el arma, posas el punto rojo, que hace las veces de mira en la escopeta, sobre el pájaro, adelantas un poco el tiro y aprietas el gatillo. Mientras tanto, en tu cabeza, se hace presente la imagen de la pieza arrugada por el tiro, de ver como da vueltas y vueltas hasta caer al suelo. Pero eso no sucede. Tras el fogonazo, la perdiz, muy lejos de arrugarse, sigue volando. Un poco descongraciado, metes otra vez el pájaro en el visor, adelantas un poco más el tiro y vuelves a disparar. Diciendo para tus adentros “de este si que no te escapas”. Pero igual que con el anterior tiro, la veloz patirroja lo esquiva y continua su frenético vuelo perdiéndose en la lejanía.

Observas embobado como la perdiz desaparece de tu vista. El perro te mira como diciendo “yo he cumplido, el error ha sido tuyo”. Tras esto, miras la escopeta, la abres y sacas las vainas de los poco productivos cartuchos. Piensas para tus adentros como es posible haber podido fallar ese tiro. Buscas explicaciones de una u otra forma y manera “los cartuchos están mal, no abren bien el tiro, la escopeta no va bien, fijo que se ha ido pegada con algún perdigón...”. Intentas poner cualquier pretexto que justifique el fallo y que te exculpe a ti del error. Pero realmente la pifia es tuya, ni de la escopeta, ni de los cartuchos, ni de nada. Con el ansia del tiro, o bien no apuntaste realmente tan bien como tu creías (te quedaste embelesado con la pieza y no enrasaste bien), o no adelantaste lo suficiente el disparo, o por el contrario lo adelantaste demasiado. Fuese lo que fuese, fuiste tu, y en el fondo eso lo sabes. Lo único es, que tratas de convencerte de que no tienes la culpa de haber errado un disparo aparentemente tan sencillo.

Este tipo de lances son los que te quitan el sueño, los que no te dejan dormir a gusto. Los que repasas muchas veces mentalmente, buscando minuciosamente donde puede estar el fallo. Rememoras la película de lo acontecido en el cine de tu cabeza, apuntando y disparando una y mil veces a esa esquiva perdiz, que en todas las ocasiones se sale con la suya y consigue marcharse, llevándose como recuerdo, dos tiros en el bolsillo y alejándose velozmente hacia un horizonte borroso.

Poco a poco y con el pasar de los días vas dejando aparcado este recuerdo. Sustituyéndolo por algún que otro fallo más a sumar en la, por desgracia, abultada lista, o por el contrario, haciendo presente algún lance espectacular llevado a termino satisfactoriamente. Aún así, este corto momento, siempre vuelve a la memoria cuando pasas por aquella zona, cuando regresas a esa misma mata, cuando esperas que el perro vuelva a mostrarse nervioso y se pare en seco indicando la presencia de una perdiz, la cual te pueda dar la oportunidad de resarcirte de aquel inolvidable fallo.


Esto es lo realmente bonito de la caza, lo inexplicable y caprichoso que tiene este arte. El errar lances aparentemente sencillos y por otro lado acertar tiros prácticamente imposibles. Escasos segundos que se guardan en la retentiva para siempre y a los cuales se regresa una y otra vez, reviviéndolos para gozo o frustración del protagonista.