Es abril bien entrado,
los días se hacen mucho más largos y el sol empieza a picar cada
vez con más fuerza. Toda la tarde caminando detrás de los esquivos
black-bass sin conseguir ningún resultado. Será que todavía no a
calentado lo suficiente o que la población de estos ha disminuido
enormemente en este pantano.
Ante mi se presenta una
inmensa cola, de poca profundidad. Un recoveco dónde, del agua,
emergen grupos de espadañas y juncos de no mas de un metro de
altura. Concentradas en torno a estos conglomerados vegetales y en un
reducido espacio, se aprecian cientos de carpas que saltan, giran y
corretean salpicando y haciendo parecer que el agua cobra vida.
Decido probar con
vinilos, pikies, poper, paseantes, peces artificiales de una y mil
formas y tamaños, cucharillas (con una plateada de hoja de oliva
logro pillar un barbo de aproximadamente medio kilo) y todo lo que se
me viene a la mente que creo pueda ser apetitoso para los pescados,
pero ninguno se deja engañar.
A no muchos metros de
distancia se encuentra otro pescador, acompañado por el que parece
ser su hijo (un niño de unos ocho o nueve años, que inquieto
observa todo lo que acontece a su alrededor). Estos tratan, por todos
los medios, de hacerse con algún que otro ejemplar, obteniendo un
resultado parecido al mio.
Tras varios lances con un
pez artificial de unos diez centímetros de largo, mi ahora nuevo
compañero, consigue enganchar una carpa por el lomo. Un bonito y
dorado ejemplar que saca del agua no sin pocas dificultades. Lo
desanzuela y se lo entrega al niño, que alegremente guarda la tan
preciada presa en un rejón. Parece ser la primera captura del día.
Me acerco a ellos para
ver la pieza y para comentar como y con que se ha desarrollado el
lance. Entre chascarrillos de pesca y alguna que otra broma, el
lugareño, me dice que él consume dicho pescado y que es un plato
muy típico de la zona. Le indico que si quiere, con gusto, le podría
ayudar a llenar su cesta, a lo cual accede encantado.
Rebusco entre mis
innumerables trastos de pesca, intentando localizar una potera de
robo. Un anzuelo de tres ganchos, de un tamaño más que considerable,
con el que pretendo capturar alguna que otra buena pieza.
(El robo, es un arte de
pesca mediante el cual el pez no pica, sino que es el pescador el
encargado de capturar directamente su presa. Requiere tener mucha
puntería en el lanzado y recogida del sedal, así como habilidad a
la hora de clavar el pescado en el anzuelo. Es un método efectivo de
pesca cuando los peces no comen y cuando se pretende llevar las
capturas para casa con fines culinarios.)
Dicho y hecho. Ato el
triple gancho al final de la linea y me pongo manos a la obra. A unos
seis metros de distancia, localizo unas nueve o diez carpas de un
peso aproximado de un kilogramo y lanzo mi aparejo. La potera cae
unos dos metros mas allá del lugar en el que se encuentran los
esquivos pescados. Poco a poco recojo en sedal, acercando el apero a
los peces y cuando se encuentra a unos pocos centímetros de estos,
doy un fuerte tirón y noto como la caña se tuerce bruscamente y el
freno del carrete empieza a cantar una sinfonía celestial para mis
oídos. Aprieto el freno y a pelear como un poseso con el poderoso
ciprínido. Tras escasos tres minutos de pelea consigo acercarlo a la
orilla. Lo saco del agua y le quito el tosco anzuelo que esta
aferrado a su lomo. Llamo al niño, que esta ensimismado con el
lance. Este se acerca a mi con desconfianza, como un perrillo
asustado y tras coger la carpa se aleja corriendo con el pez en sus
manos como si le hubiese entregado el tesoro mas preciado. Se lo
enseña orgulloso a su padre y rápidamente lo mete en la red.
Poco a poco va pasando la
tarde y una tras otra se van repitiendo las capturas, la cesta cada
vez pesa más y el agua cada vez hierve menos. Los brazos comienzan a
doler ante el continuo tirar de las fuertes carpas. Están siendo
muchas las capturas.
El sol empieza a
esconderse y se va cerrando el telón de lo que ha sido una bonita
tarde de pesca de carpas a robo. He disfrutado pescando como hacía
tiempo que no lo hacía. Orgulloso de mi mismo por las capturas
realizadas y poniendo de manifiesto que la suerte en este tipo de
pesca es más bien secundaria y que es necesario tener cierta
habilidad para lograr pillar a los peces con un simple anzuelo de
tres ganchos.
Camino al coche me fijo
en el niño, el pequeño lleva una sonrisa enorme en la cara,
corretea en torno nuestra y rememora algún que otro lance acontecido
a lo largo de la jornada. Seguro que esta no es la última vez que
pesca carpas.
“Con mucho cariño para
Diego. En el fondo yo se que tu este tipo de pesca la entiendes.”